
Hace tres días mi amigo Steve decidió quitarse la vida.
Era un hombre luminosamente triste que camuflaba con una capa de humor cada dolor de su vida. No podría decir que lo conocí bien, porque sería presuntuoso, sólo sé que hace 25 años nos conocimos en una de mis fiestas y tras unos minutos de conversación, como quien conecta un enchufe, nos reconocimos amigos. “I like you” le dije (sin connotaciones sexuales). “I like you too” me respondió él (con connotaciones sexuales).
El caso es que me hacía reír; hablábamos de sus escritos, de literatura, de sexo, de las mujeres a las que adoraba de una manera tópica, del paso del tiempo, de todo y de nada. Me daba sus cuentos para que los leyera y criticara y, si mi crítica era severa, me hacía pagar el café. Me sentía cómoda con él, fuimos colegas, nos veíamos a menudo, flirteaba conmigo como con cualquier mujer joven que le atrajese, por algún motivo, pero no pasó de ahí. Hasta que conocí a mi marido y cambié de ciudad y de costumbres. La vida nos hizo subir a metros distintos. Me fui a vivir a una hora de Madrid. Pasaron los años y yo me convertí en una señora y él en un viejo verde. Pero cuando nos volvíamos a ver o a hablar, la conexión continuaba allí, no se agotaba. Las fuentes de la amistad llevan un determinado caudal y a veces el caudal se seca. La conversación se vuelve cada vez más repetida y monótona. Con Steve la fuente no se secaba nunca.
Lo cierto es que yo le quería, me producía ternura. Me gustaba por su conversación ingeniosa y la chispa que nunca llegó a perder. Es cierto que me espantaba su manera de publicitar literariamente una especie de obsesión sexual exagerada que no guardaba correlación con su trato personal (o tal vez sí…). Pero en general era un hombre querible, brillante, alegre, mordaz, además de buena gente.
Me contó cosas de su vida, me contó heridas, las de la infancia que son las que no cierran nunca. Me escribió cartas tan divertidas que aún recuerdo a mi padre poniéndose rojo como un cangrejo de tanto reír y agarrándose el estómago mientras le leía algunos párrafos. Su humor era su capital, su Lamborghini, lo que atraía a amigos de cualquier sexo, lo que le hacía una persona querida, lo que atenuaba su condición verbal de salido perpetuo. Pero envejecer me hizo a mí más insegura de mi propia feminidad y a él más ácido consigo mismo. Se reía de sus miserias físicas y nos hacía reír a los demás, como un Charlot que representara su propia biografía para un público amigo y fiel.
Pero la anaconda del cuerpo y su decadencia lo iba estrangulando poco a poco. Le costaba respirar, se le hinchaban las venas en las piernas hasta el punto de que una le estalló un día, las digestiones eran malas, la espalda le torturaba y en fin, tantas otras dolencias que ocultaba a duras penas, por no cansar a su audiencia. Las medicinas lo hicieron frágil y algo escatológico. Más tarde, una enfermedad neurodegenerativa le fue robando con saña su propia lengua, además de ir destruyendo su memoria. Las estocadas finales se acumulaban unas sobre otras.
Sabía que algún día pondría fin a tanta humillación, nos lo había advertido a todos sus amigos hacía años. Entre bromas, como siempre, pero yo sabía que lo decía en serio.
No quiero pensar en esos últimos momentos, me duelen demasiado, ni en el tiempo que hacía que no le llamaba, prefiero pensar en la última vez que le vi.
Le dediqué todo el día, paseamos, reímos, comimos, hablamos. Discutimos su última novela, retomamos el diálogo interrumpido y al final de la tarde, después de conversaciones largas y cafetitos, de haberle presentado a mi sobrino como el conocido escritor de ciencia ficción y de haberle hecho un postre especial (conociendo su gusto por lo dulce) se quedó mirándome y me dijo: “You really do love me, don’t you?”.
“I certainly do”, le respondí. Y era verdad.
A beautiful tribute to a special person, though I never met him, and for that I am sorry….Gracias
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Muy bonito recuerdo.
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el suicidio como el último verso que legamos al abismo…besos al vacío desde el vacío
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