![]() |
El Abrazo (detalle) Juan Genovés |
Tengo una amiga en Cataluña que sinceramente se creyó que en Madrid nos reímos cuando tuvieron lugar los atentados de Barcelona. Cuando uno empieza a creer esas cosas es porque la manipulación ha caído como una gota de agua con cal, día tras día, terminando por formar una estalactita de desconfianza y recelo hasta que un día el “todos” se quiebra y se convierte en “nosotros” frente a “ellos”.
Cuando un autobús lleno de antidisturbios es despedido por una multitud de descerebrados que gritan “¡A por ellos!”, como si “ellos” fueran una horda de nazis de la que tuvieran que defender el terruño y no hermanos, primos, yernos, amigos o familia como son los catalanes, uno sabe que la lógica no entra en este asunto y la inteligencia menos. No es el cerebro el que decide ecuánimemente, al menos no el de la cabeza, porque es bien sabido que tenemos otro en las tripas que tal vez domine en más ocasiones de las que suponemos.
Pero tanto de un lado como de otro, tengamos presente que los que han forzado las cosas y los que no han conseguido negociarlas, léase los Puigdemont y los Rajoy, no quieren más que una cosa: El poder. Por mantener ese poder o por conseguir uno nuevo, llevarán a la ruina o reprimirán creando frustración y odio, produciendo dolor generalizado, miedo y ansiedad; porque la historia se enciende por una chispa que al principio parece un juego, un subidón de adrenalina, pero que después se extiende arrasándolo todo sin discriminar matices, como una plaga de langosta que nos hace perder irremisiblemente. Unos y otros nos azuzan desde arriba para que terminemos confiando en ellos y temiendo al vecino del quinto, que da la casualidad que nació en Valencia y no Calella y por tanto se ha vuelto “el enemigo” (y al revés).
Leo y entiendo catalán, francés, inglés y por supuesto español. No me siento nacional de ningún país, pero quiero a esta tierra a la que critico ferozmente porque es la materna. Las banderas me parecen tapetes simpáticos para poner encima de alguna mesa. Los nacionalismos me incomodan como una talla pequeña de ropa interior.
La única bandera que quiero defender es la del librepensador, el que desconfía de las ruedas de molino que nos hacen comer cada día desde TV3 o desde TVE; la bandera del que intenta descifrar la verdad a machetazos de entre la selva de mentiras que circulan por la autopista de las redes sociales y los periódicos de aquí y de allí; la bandera del que cree que la violencia no desemboca más que en un callejón de odio y el adoctrinamiento en un ejército de autómatas con discursos circulares de los que no saben salir. Bajo esa bandera quiero vivir.
Mi amiga, a la que respeto profundamente, me llegó a argumentar para invalidar la opinión de un personaje público con respecto al referéndum que “era socialista”. Esto implicaba que su opinión no servía, era nula, aunque el personaje fuera un catalán emblemático. Ese proceso de pensamiento era el mismo por el que Sartre aseguraba que todo aquél que no fuera comunista “era un perro”. Y era Sartre…
Estas cegueras que cubren el pensamiento como un chapapote pegajoso, son las que en determinadas circunstancias se convierten en “locuras colectivas” de las que después, cuando la historia nos aplasta como mosquitos, uno se pregunta ¿Y cómo pude pensar/decir/hacer eso?
Ni el que no quiere la independencia es un facha, ni el que la quiere un traidor. La gente es variada como un catálogo de pinturas y cada cual opina según la infancia que le tocó en suerte y las circunstancias azarosas de la vida que ha llevado. Este país tiene que aprender a dialogar, no con palos al modo de Goya, sino como hermanos o amigos, de los que, a pesar de todas las diferencias, se van a seguir queriendo.
Para resolver un problema primero hay que reconocer que existe. Y si un miembro de la familia se quiere marchar, hay que preguntarse por qué, qué hemos hecho mal, por qué no se siente querido y cambiarlo. Eso sí, si no podemos cambiar, hay que ayudarle a que haga las maletas, despedirse amistosamente y poner el cartel de se alquila en su habitación vacía.
Los antidisturbios son para las películas de Stallone, no para resolver problemas de familia, digo yo.