A partir de un momento en mi vida dejé de poder dormir como el resto de los mortales. Las noches se convirtieron en estepas que atravesaba como Lawrence de Arabia el desierto del Yunque del Diablo. Por motivos físicos y químicos si conseguía dormirme, lo cual era cada vez más difícil, un estado de nerviosismo que invadía mi cuerpo en segundos, como un tsunami, me despertaba cada hora. Esto me lo provocaba una medicina, que debía tomar durante cinco años, supuestamente para ayudar a que el cáncer de pecho no se reprodujera. Curiosamente descubrí en el prospecto de dicho medicamento, al final de una sábana de recomendaciones, efectos secundarios y demás advertencias que sonaban a “bajo su responsabilidad…” un párrafo que decía “tenga especial cuidado si tiene cáncer de mama puesto que no existe información suficiente en mujeres con esta enfermedad ”.
Decidí consultarlo con mi oncólogo y lo espantó con un gesto de la mano como si espantara una mosca: “Nada, ni caso” me dijo, mientras firmaba varias recetas de Orfidal para que yo pudiera seguir durmiendo los próximos meses. Por mi parte, decidí dejar el fármaco inmediatamente, sin decirle nada. Pero continué con el Orfidal: “Hay que dormir” me dijo y yo asentí entusiasta porque, efectivamente, dormía como un lirón desde que había empezado a tomarlo. “Sabes que engancha, ¿verdad?” pero yo lo tomaba desde hacía un año y no había subido la dosis, así que no me preocupé.
Hasta aquí, la normalidad. A partir de aquí la pesadilla.
Un día fui a visitar a mi hermana a Madrid y me sugirió que me quedara a dormir en su casa. Me quedé. Pensé que no tenía mi pastilla diaria de Orfidal, pero bueno, algo dormiría. El hecho de que no me preocupara no tenerlo, demostraba que no estaba enganchada. La mecha estaba encendida y la dinamita estalló horas después.
Sin haber cerrado los ojos más que para intentar huir de un espanto que tenía dentro y no fuera, la noche se convirtió en un infierno surrealista en lo que sólo puedo describir como un grabado de Goya en el que mi cabeza hubiera crecido convirtiéndose en el lugar donde figuras infernales se disputaban mi cerebro para comérselo, mientras se transformaban en los empalados, los colgados, los murciélagos carnívoros, los hombres vengativos que reflejó el pintor con tanta amargura en sus grabados. La sensación de formar parte del mal absoluto, extravagante y descabellado de Goya, me recordó a una obra de teatro en la que se describía el “delirium tremens” que sufrió Edgar Allan Poe por su alcoholismo. Cuando por fin amaneció, el recuerdo de la noche parecía tan exageradamente terrorífico que pensé que lo había soñado. Después de todo, debí haber dormido algo… Lo despaché de mi mente como una pesadilla particularmente extraña. Y por delicadeza, no se lo comenté a mi hermana. A nadie le gusta saber que sus invitados duermen mal en su casa.
Pasaron unos meses y los efectos del anticancerígeno que ya no tomaba fueron disminuyendo, así que decidí dejar de tomar el Orfidal. No tengo una personalidad adictiva y supuse que en un mes me lo habría quitado de en medio. Empecé con media pastilla y esa noche no pasó nada; me sentía dueña de mi destino. A la noche siguiente volví a tomar la mitad de la pastilla. Esta noche mi cuerpo reclamó la química que le faltaba con la brutalidad de un capo de las Unidades de la Calavera de las SS. Al principio me quedé dormida, pero pasadas un par de horas me desperté con tal pánico por lo que había vivido mi cabeza que me cubría la cara con las manos y no hacía más que decir “¡Qué horror!, ¡Qué horror! ¡Qué horror!“ sin parar y sin atreverme a retirar las manos de la cara por lo que, estaba convencida, iba a encontrarme al lado, atizándome con fuego, cortándome con cuchillos, descuartizándome con hachas. Mi marido dormía apaciblemente a mi lado; hizo un ruido con la respiración y todo mi cuerpo se convenció de que me iba a atacar de un momento a otro. Grité. Ni podía moverme, ni sabía dónde esconderme de los miedos que se multiplicaban como una invasión de hormigas carnívoras. Mi compañero se despertó por fin al oírme e intentó calmarme sin comprender muy bien lo que me pasaba. El resto de la noche me la pasé en un estado de pánico indigno, en una tensión absoluta, convencida de que las figuras de Goya entraban por el salón y acechaban el momento ideal para matarme. Mi perra, que duerme al lado del armario, se movió y las puertas rozaron entre sí. Pegué un salto en la cama, en defensa propia, dispuesta a tirarme al cuello de cualquiera. Mi marido se sobresaltó de nuevo. Esta vez muy asustado.
Por suerte esa noche también terminó amaneciendo… Esta vez me senté al ordenador e investigué a fondo los efectos secundarios de intentar dejar el Orfidal. Encontré exactamente lo que había vivido. Los informes describían en algunos artículos el síndrome de abstinencia como, efectivamente, una especie de “delirium tremens” y también se aseguraba que en casos de depresiones el síndrome llevaba frecuentemente al intento de suicidio.
Esto es de lo que los sucesivos médicos que me hicieron las recetas, no me avisaron nunca. Y esta es la responsabilidad que les exijo.
Pensé en mi madre, a quien otro médico le pasaba recetas de Orfidal que ella conservaba como si fueran oro, porque no tenerlas era una tragedia. Pensé en la ligereza con la que recurrían inmediatamente a las pastillas y en cómo ninguno le sugirió que se levantase temprano, hiciera ejercicio, yoga, se cansara andando o cualquier otra solución sana. Pensé en las veces que le confesó a mi hermana que por la noche había creído volverse loca. Pensé en el momento en el que la ingresamos en una residencia y los médicos le retiraron los somníferos y ansiolíticos y mi madre tuvo varias caídas por la noche porque no sabía dónde estaba ni quién era. Me sentí culpable por ignorancia.
Un estudio europeo dice que España lidera el consumo irregular de benzodiacepinas. Su uso en nuestro país es cuatro veces mayor que en Alemania o el Reino Unido e incluso superior al de Estados Unidos. Dice el estudio que la gente lo usa, digamos, a espaldas de los médicos. Lo que no dice es que eso no podría ocurrir si éstos controlaran mucho más a quién, cómo y bajo qué condiciones recetan estas bombas de relojería; si informaran con toda suerte de detalles a qué se arriesga uno cuando empieza con estos venenos químicos legales, como las cajetillas de tabaco avisan ya, de los pulmones negros, con fotografías más que explícitas. El que elige fumar ya sabe a qué se expone.
Yo estoy librando mi particular batalla y estoy ganándola noche a noche, pero desde aquí aviso a navegantes nocturnos: El sueño del Orfidal produce monstruos.
Muy buena crónica de un peligro. Tendemos a juzgar el estado de las personas cuando sufren síndromes de abstinencia, sin embargo, en realidad muchas veces los estados son la consecuencia, como en el caso que describes, de prescripciones médicas y los juicios que emitimos son tan bárbaros como ignorantes. En España nos tomamos las medicinas a la ligera, en todos los sentidos.
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