
El mundo del olor es una catedral laica de vanos imposibles entre cuyos muros vuelan pájaros de todos los colores y plumajes. Las largas ventanas que fueron creadas para el aire, se ven habitadas por aves de olor que van y vienen cada vez de una manera diferente, clamorosamente libres y cambiantes, según les dé la luz, la sombra o la penumbra.
Los olores son así. Huidizos, cambiantes, fugaces y variados. Hay olores de una belleza espiritual de grabado japonés y olores pesados como amores incómodos y fieles; algunos son sedosos y apolvados, otros transparentes y punzantes; los hay universalmente amados como el de la rosa y los hay molestos, poco populares, con apenas un grupo minoritario y excéntrico de admiradores, como el gálbano. Así son los olores y los pájaros. Entrar en esa catedral es posible y quedarse, cuestión de vocación.
Yo miraba el edificio desde lejos y no me atrevía a entrar en él. Es demasiado caro, pensaba, soy demasiado mayor, me decía, no tengo nariz para apreciar tanto olor y mi nariz se cerraba de indignación con sólo oírme. Pero un día me acerqué más de la cuenta y escuché la algarabía de plumas y colores, vi la selva asfixiando las columnas y olí una multitud insólita de perfumes y no pude resistir la tentación de abrir la gran puerta de madera.
Desde entonces mi mundo se ha abierto como un gran abanico. Vivo rodeada de sensaciones olfativas y mantengo con ellas y con los perfumes que las provocan una relación de amistad, por absurdo que parezca. Los olores, como los colores, iluminan la vida, la llenan de puertas y posibilidades. Cuando me voy de casa pienso en ellos, cuando vuelvo, los saludo – ¡ya estoy aquí! -por si me han echado de menos. Me han obligado a sacar a la científica que hay en mí, porque tengo que conocerlos antes de combinarlos y eso obliga a estudiar, a ponerle cara y personalidad a cada uno. Hay que saber cual puede producir una alergia en la piel y cual puede iluminar una mezcla sin ser en sí mismo nada más que un olor gris y discreto; cual domina con un látigo por ínfima que sea su presencia; cual suaviza y media entre olores incompatibles; cual estabiliza la nave casi siempre; cual hay que dosificar como si fuera nitroglicerina, a riesgo de que explote el edificio entero por mínima que sea la sobredosis.
Pero por sorprendentes que sean los olores, el verdadero misterio está en nosotros. Nuestra nariz percibe a través de un filtro insoslayable que, sin embargo, no es físico: la memoria. Cada ser humano tiene el suyo porque percibe los olores a través de su infancia y su experiencia adulta. Por eso amamos – salvo excepciones – generación tras generación el olor de la rosa o el del sándalo, pero no podemos soportar el olor del perfume que los contiene y que revive a la tía insoportable que lo llevaba o al profesor que nos acosó en el colegio y que olía a colonia de macho pretencioso. Son los recuerdos los que olemos con mayor sentimentalismo y los que nos hacen fruncir la nariz o decir casi con indignación que el perfume en cuestión es de señora mayor o que huele a muerto, con la seguridad de estar enunciando una verdad absoluta que cualquiera sin duda debe percibir exactamente igual que nosotros. Nada más lejos de la realidad objetiva.
Si enterrásemos todos los perfumes de una generación y alguien los descubriera pasados 200 años los juzgaría desligados de cualquier recuerdo vital y por tanto con entera objetividad, como se percibe el olor de una nueva hierba o flor, eso sí, manteniendo el instinto olfativo que protegería a la especie como tal, es decir, identificando inmediatamente olores perjudiciales, posiblemente venenosos.
Es la memoria, por tanto, la que huele, no el olor en sí mismo, sino la experiencia anterior en relación a ese olor. Por eso toda percepción olfativa quedaría cambiada de un plumazo si pudiéramos resetear el cerebro, como reseteamos el portátil cuando empieza a ir a paso de tortuga.
Sin llegar a eso la percepción olfativa puede re-educarse, lo sé por experiencia.
El patchouli real no olía al incienso de los puestos de ropa india del Rastro, sino a la madera que uno encuentra en un jardín barrocamente fértil en el que el agua susurra su presencia sin descanso; la rosa no era ese olor complaciente y femenino con el que la hemos vestido desde siempre, sino un olor poliédrico que puede recordar al chocolate, a fruta, a canela, entre otras muchas de las máscaras venecianas con las que se presenta a quien se le acerca para husmearle el alma; el jazmín parecía aéreo y luminoso en mi memoria pero ahora sé que puede también emitir un dulce olor a muerte, por el que, con patas de equilibrista felino se pasea a veces, sin mancharse, como por una cuerda floja que hubiera convertido en su domicilio habitual. Nada es sencillo ni plano en los olores, nada inamovible. Cada uno responde a un universo interno y externo. Cada uno es él mismo y el ser que lo percibe. Un juego de realidades y de espejos en el que se confunden las unas y los otros.
La puerta olfativa esconde un jardín secreto. Sólo hay que saber que la puerta está allí para que ésta exista y una vez dentro nada volverá a ser igual que antes.
Lo sé, créanme…escribo desde allí.
Qué bonito y bien expresado. Gracias.Tengo ganas de verte. Cristina.
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¡Cuando quieras!
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He esperado a leerte, porque quería hacerlo con la mente relajada, el espiritu abierto, los sentidos despiertos…!¡y es que, describes tan bien! ¡relatas tan enigmaticapoeticamente!
Gracias Sandra, por teletransportarme un poco à esos mundos!
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