Ya me ha ocurrido tres veces. Se me cruza por el camino trotando con cierta prisa hacia el otro extremo de lo que un día fue bosque. Va contenta, eso se ve. Va apurada; es cuestión de minutos que alguien la vea y llame a la policía o al 112.
La vaca acelera el paso con lo que parece una sonrisa en el morro y con las orejas bailándole de adrenalina, porque ya la ha probado anteriormente y se ha enganchado a esta sensación oxigenante más que al heno que desayuna cada día. En una ocasión llegó hasta la carretera de Robledo y respiró un aire que le pareció distinto, más cristalino, más leve. Vio a lo lejos la otra montaña y se imaginó viviendo en ella, sin vallas, sin límites, sin compañía estúpida y trotó un poco más deprisa, sospechando, con razón, que algún obstáculo le iba a impedir llegar al paraíso. Lo tuvo casi al alcance de sus patas pero la pillaron antes de llegar al cruce. El sueño duró poco. Pero el gen libertario florece en cualquier suelo, animal o humano, y es una hierba persistente y tenaz que vuelve a crecer por más que se fumigue.
Hoy la he visto otra vez, procurando evadirse por la zona del muro del jardín del monasterio, por donde hay menos testigos. La veo decidida, como siempre, corriendo al encuentro de un horizonte de posibilidades. Las demás vacas la ven marchar y no entienden nada. A lo sumo mueven una oreja espantando una mosca pesada, mientras comen. Rumian su perplejidad concienzudamente. Pero creo percibir una chispa de envidia en el túnel opaco de sus miradas. Lo ha vuelto a hacer, pensarán. Ha vuelto a romper la valla que el vaquero arreglará con palos y cables mal atados, maldiciendo a la rebelde, que siempre es la misma, la conoce bien desde que la parió su madre.
La gente se cree que todas son iguales, pero esta vaca es un ser libre. Hay algo indefinible que la impulsa a buscar, una y otra vez, el punto más débil del vallado y empujarlo con el morro hasta encontrar la puerta de salida. Será la expectativa de otro universo tal vez o simplemente el maravilloso vértigo de poder decidir su propia vida. Se le ve la ilusión en la mirada, el sueño verde y renovado iluminando el fondo de sus pupilas dulces.
No seré yo quien le haga ver que la montaña siguiente es igual a ésta, porque tal vez no es así. No seré yo quien la convenza de que respiramos todos el mismo aire y de que aquel prado tiene el mismo tipo de hierba que éste en el que vegetan sus compañeras de redil. La frontera entre diferentes realidades es a menudo invisible y la libertad, decía no sé quién, es una cuestión de kilómetros.
La primera vez que vi a mi vaca rubia y libre confieso que llamé al 112 por si producía un accidente invadiendo la calzada. Pero esta vez la observo alejarse con ternura, decido hacer como que no la he visto y cruzo los dedos mientras, una vez más, admiro infinitamente su trotecito esperanzado y cabezota.