Uno madura cuando se da cuenta de que no es el epicentro de nada, cuando empieza a reírse del personaje que crea con toda solemnidad en la adolescencia, cuando se mira a los ojos y lanza la gran carcajada vital frente al espejo. Ese momento, llega tarde o temprano para casi todos y no está mal, al revés, es un ecuador que atravesamos y nos hace más libres, más aéreos, más divertidos.
Hoy, para hacer un poco de ejercicio y no morir de aburrimiento (por el ejercicio, no por el encierro) me he puesto a bailar y encima me he grabado para mandarle a mi preocupada hermana, que vive en Dinamarca, un testimonio visual de mi estado de ánimo. Siempre me gustó bailar, perdía la noción del tiempo y la vergüenza cuando bailaba y no había nada que me hiciera soltar energía como ese acto primitivo. Solo que cuando lo hacía a los treinta era sexy y ahora es gracioso.
Es lo que tiene envejecer. Uno empieza la función con el traje impoluto y la cara a estrenar, creyéndose la protagonista de la historia y a todos los demás actores, personajes secundarios. A medida que se va desarrollando la obra, nos van tirando barro, pintura, experiencias, kilos y años, y terminamos siendo un poco payasos y dando el relevo a otros actores más jóvenes que empiezan con la misma actitud con que empezamos nosotros, creyéndose los reyes del mambo y de la escena.
O nos reímos con todos los demás y nos metemos en el juego como kamikazes o terminamos siendo figuras patéticas con las que nadie quiere jugar. Yo prefiero reírme.
El pueblo español sabe muy bien reírse de sí mismo. Es perro viejo y nunca se ha tomado demasiado en serio; sabe de sus disfraces y candilejas, de sus miserias y sus carencias. Sabe que nunca va a ser un pueblo organizado, disciplinado, incorruptible, eficaz, ni falta que hace. La vida es corta, se dice y como buen pueblo latino intuye que lo más importante es que no le quiten el sol, y vivir la fiesta hasta que acabe el día.
No niego que se me lleven los demonios con el carácter español y mi parte anglosajona se rebela muchas veces. Pero quiero a este país por sus defectos tanto como por sus virtudes. Lo quiero porque es quien es y porque la infancia no se puede razonar. Siempre recuerdo cuando volví de Inglaterra y me emocioné hasta las lágrimas con el barullo de un grupo español que entraba en el avión, lleno de gente discreta y educada, me pareció que el sol entraba con ellos en cabina. Ya estoy en casa, pensé. Y entonces me di cuenta a qué país pertenecía. Bueno es saberlo.
Siempre fui mala emigrante. Viví en Buenos Aires un tiempo, en Inglaterra otro, pero mi alma lloraba cada vez que oía una canción de Serrat o un cante flamenco fuera de España. Con todas sus imperfecciones amo este país irreverente, fiestero, ladrón, vital y solidario. Me gusta que nada importe demasiado, que nos llamemos de todo y lo olvidemos, que cantemos hasta debajo de un puente si es preciso, que la calle nos llame como si fuera el salón de nuestra casa, que riamos a pesar del miedo a la pandemia.
La infancia es una patria inexplicable y España soy, aunque me llame Sandra.
Gracias Sandra por estas palabras aciertas y estimulantes. “No niego que se me lleven los demonios con el carácter español y mi parte anglosajona se rebela muchas veces. Pero quiero a este país por sus defectos tanto como por sus virtudes.” Te entiendo, y hablo como anglosajon que rebela a veces contra mi propia cultura, quien durante tantos años sentía una atracción fuerte a lo latino, bueno, a lo español en concreto. Y por eso salí de las islas grises para vivir aquí. Y después de vivir en España casa 20 años, veo mi propio país como un sitio totalmente familiar pero muy raro a la vez! Siento más “en casa” como el extranjero en España, el “Englishman abroad”, que en Inglaterra. Voy a seguir tu ejemplo y ponerme a bailar. Un fandango (lo del Padre Soler de nuestro pueblo) o, para expresar mis sentimientos más tristes, bailar con un tango lento, la “Oblivión” de Piazolla. Bueno, creo que voy a terminar esta cuarentena-cuaresma bailando el entero Pasión de San Mateo de Bach!
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