
En el folio cayó una gota de sangre que lo volvió, por contraste, aún más blanco. La gota, limpia como un ideograma japonés, parecía tener, sobre el papel, cierto sentido.
Nunca le habían hecho sangrar la nariz de un bofetón y la mano que esta primera vez lo había hecho con fuerza, con brutalidad, le rodeó la cara en una caricia inmediata que la dejó más perpleja que dolorida. ¡Perdón, perdón mi amor, no he querido hacerte daño! Le decía besándole la cara y los ojos que ella había cerrado en defensa propia.
Después de unos minutos en los que su vida se quedó arrodillada en un súbito paréntesis de miedo, abrió los ojos y recuperó la certeza de la realidad que estaba viviendo. Intentó descifrar la esquizofrenia del amante-verdugo que ahora se deshacía en disculpas. Pero no encontró la lógica con la que poder comprenderle.
De rodillas, frente a ella, lloraba él sin explicarse qué le había llevado a hacerlo.
Pasaron así un rato agónico hasta que al fin, ella puso una mano sobre la cabeza del amante y le acunó brevemente el desconsuelo; con la otra cogió la página en blanco sobre la que se deslizó la sangre. Giró la página y vio cómo el rojo se afinaba con el cambio de sentido terminando bruscamente, enjugado el líquido en la celulosa del papel, como una firma.
Pensó en la pasión con la que había amado a este hombre, en su cuerpo, en la falta de su cuerpo, en el hueco de materia que produciría su ausencia y todos sus átomos se dolieron de un dolor confuso.
Se levantó de la silla, dobló la página en dos, miró el dibujo que, al doblarse, se había convertido en un siniestro test de Rorschach con su sangre. Cogió su bolso y se puso el abrigo muy despacio, sin dejar de mirar al hombre arrodillado, al que dejó para siempre, llevándose, para no olvidarla, la instantánea del maltratador metida en el bolsillo.
Se me han quedado las entrañas estrujadas. ¡Cómo escribes!…
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