PERROS DE CAZA

Aquel verano de fuegos hice una de las pocas cosas de las que me he arrepentido toda mi vida.

Había ido a visitar a mis suegros a un pueblo de Galicia. Ese año, como siempre, los gallegos decidieron ensañarse con su propia tierra y prenderle fuego.  Los fuegos en Galicia suelen ser intencionados y a menudo los provocan los mismos apagafuegos que solo trabajan en esos momentos de urgencia. Esa tarde alguien volvió a gritar “¡Fuego!” y todos empezamos a correr para llevar agua, poner a los vulnerables fuera de peligro y colaborar en lo que se pudiera. La casa de mis suegros estaba situada en un callejón sin salida, con lo que había que tener mucho cuidado en controlar cualquier incendio que bloqueara una posible huida.

Días antes, dando una vuelta por aquella zona había descubierto a unos 100 metros de la casa uno de estos engendros de cemento y muelles desvencijados en los que algún vecino cazador encerraba sus perros. En ese momento solo había uno, al que yo saludé como pude a través de los somieres que actuaban de barrera. El animal se deshacía en una llamada desesperada de cariño y una ansiosa petición de que lo sacara de allí. No hice nada, claro está, pero la tarde en que se desató el incendio cerca de este corral, fui determinada a salvar al animal y lo saqué como pude. Me lo llevé al jardín tapiado de mis suegros y el perrillo de pronto vivió un espejismo de libertad y cariño, por unas horas apenas, lo que tardamos en apagar el conato y en que mis suegros se preocuparan de que devolviera “la propiedad” a su mísero destino. Era un cachorro y aún tenía la piel y la mirada limpias. Corrió mientras lo tuve en casa, por el césped, incrédulo, con una alegría explosiva, ilimitada; me agradeció haberlo sacado de allí como un leproso hubiera agradecido el improbable milagro de una curación instantánea. Pensé en esconderlo, en decir que se me había escapado y llevármelo a Madrid. Mi suegra puso el grito en el cielo. No podía poner en peligro la buena relación con el vecino. El animal era un simple objeto que pertenecía a otro y quedármelo hubiera sido como robar un televisor. Tuve que devolverlo a su prisión. Nos volvimos a Madrid al día siguiente y en la trastienda de mi conciencia me torturaba no haberme rebelado contra esa España cazurra en la que los derechos animales valen lo que una colilla mal apagada en una acera.

Al año siguiente, en verano, volvimos al pueblo. Con pesadez de espíritu subí el montículo para ver al cachorro que ya no lo era. Me reconoció tal vez, aunque su expresión había cambiado, algo en sus ojos había aceptado que su paso por la vida iba a ser una existencia de utilidad y encierro permanentes. El peso de esta certeza pesaba en sus ojos inteligentes y en mí.  Pude acariciarlo con la punta de los dedos a través de los alambres, mis dedos tropezaban en cada caricia y comprobé cómo toda su piel estaba cubierta de decenas de garrapatas que estaban comiéndoselo vivo. Retiré la mano y odié intensamente al vecino cazador que había mejorado los muros y vallas del cuchitril. Ya no podía sacarlo fácilmente de allí. Denunciarlo era impensable para mis suegros y aunque debí hacer caso omiso de sus protestas y haber llamado a una protectora de animales, no lo hice. La responsabilidad era mía. Apoyarme en sus convenciones para justificar no haber denunciado, pesase a quien pesase, era mía.

Me avergüenzo todavía.

Hoy se discute en el Congreso la controvertida ley de protección animal. Y los políticos del PSOE siguen lamiéndole el culo a los votos de la España profunda, cateta, ignorante, primitiva, que cuelga o mata a sus perros de caza en cuanto dejan de ser útiles y los priva de las condiciones mínimas de bienestar, del mismo modo que yo me plegué a las opiniones de mis suegros. Pero yo no legislo y ellos tienen la posibilidad de cambiar las cosas. 

Miguel de Unamuno dijo que veía a Dios en los ojos de su perro. Era una manera retórica de reconocer en el animal la increíble inocencia de la naturaleza en estado puro.

Yo, cada vez que recuerdo aquel verano, sigo pidiendo perdón a aquel cachorro por no haberlo rescatado de las quemaduras de la crueldad humana.

A Dios, juro que no lo vi por ninguna parte.

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