
En mi casa hay un invitado de piedra desde hace tres meses. Apareció poco a poco, colándose como una insidiosa humedad de pared en nuestras vidas y ha terminado por controlar las 24 horas del día de nuestra pareja. Ahora todo queda determinado por si ha ocurrido antes o después que él.
Cada día me levanto e inspecciono, antes que nada, si el no-invitado ha dormido en la cama conmigo y si continúa en ella o me ha dado una tregua, porque es a mí a quien acaricia, a mí a quien besa contra mi voluntad, en mi marido no tiene interés alguno y poco a poco lo ha conseguido expulsar de la habitación convenciéndole de que dormirá mejor en la cama individual del cuarto del fondo. Impotente, lo veo marchar cada noche (vas a dormir mejor, me dice con una sonrisa esperanzada) temiendo que se acostumbre a la cama de una plaza.
Al despertarme del sueño dolorido, tanteo, inspecciono, ya digo, e invariablemente está y a partir de constatarlo, el resto del día depende de su humor, de su apego por mi cuerpo, de la pasión con la se aferra a él. Lo malo es que me voy acostumbrando, aprendo a vivir con este intruso las 24 horas del día y resulta asombroso ver cómo se ilumina el día si me abandona, aunque no sea más que una hora. Todo rejuvenece en ese momento, todo es ligero; empiezo a canturrear y a planear todo tipo de actividades, como antes, como siempre. Pero vuelve, el cabrón.
Para mi desgracia, encima, tengo la nefasta tendencia a minimizar su presencia y cuando no está creo que me lo he inventado todo, que he vivido un espejismo, casi me siento una farsante profesional. Pero no, parece que me necesita, porque al poco tiempo siento sus manos tocándome indiscriminadamente, como un ansioso amante recién estrenado y el dolor se apodera de cada resquicio de la casa, como una familia okupa en un piso embargado.
Existen en el mercado pastillas mágicas para librarse de este pelma. No funcionan más que apenas unas horas y de paso producen – como toda pastilla mágica – efectos indeseados. No me vuelvo gigante, como Alicia, ni me crecen las orejas, ni me salen pelos en la lengua – nunca los he tenido -, pero me convierten en personas que apenas reconozco. Me ralentizan, me calientan como si alguien se estuviera preparando una infusión usando este cuerpo por tetera, me dan insomnio o me matan de sueño. Y a veces, a pesar de ellas, me doy la vuelta en la cama y allí está el pesado mirándome con cara de enamorado y sin ninguna intención de largarse. Para colmo de males, nadie me nota nada en la cara, el acoso no se refleja en mis ojeras y la gente me dice “¡Pues yo te veo magnífica!”, sin siquiera percibir al acosador agarrándome con fuerza el brazo. Digna hija de mi padre, que sólo se permitía enfermar oficialmente el fin de semana y el lunes, estuviera como estuviera, aparecía en su lugar de trabajo como un brazo de mar (¿cómo serán los brazos del mar?).
No soy un caso trágico; me han dicho que este tipo de usurpador se quedará conmigo alrededor de un año y medio y que luego se marchará sin avisar. Sé de otros casos mucho más duros en los que se ha quedado a vivir para siempre con la persona elegida y también sé de quien se ha negado a reconocer su presencia y ha seguido su vida como si tal cosa. Pero qué le voy a hacer, no tengo esa fuerza de espíritu, yo no soy capaz de ignorar su presencia, siempre se me ha dado mal el disimulo.
Este tipo de invasor está por todas partes, la mayor parte de mis amigos lo conocen y han tenido que cederle sitio en sus respectivas casas, incluso gente joven abre un día la puerta y ahí lo tiene, autoinvitándose por temporadas sin que nadie pueda hacer nada al respecto.
Es una vergüenza que estas cosas puedan pasar… Yo lo tengo muy claro, al que legisle contra este okupa le doy mi voto, como me llamo Sandra.