
Hay quien rige su vida por códigos religiosos, yo con una sola conjunción voy sobrada. Amo la “y”, lo confieso. Esa pequeñez de palabra, esa minucia de conjunción es, sin embargo, la clave de gran parte de la felicidad que he experimentado en mi vida, sobre todo desde que dejé de creer en el sentido absoluto de mi talento como creadora de imágenes. Y es que un día te levantas y te das cuenta de que te tomaste un poco demasiado en serio y de que la vida pasa la bayeta después de cada generación. Los pocos que se recuerdan por su obra pagan precios muy altos, los demás nos iremos con el limpiador multiusos. Cuando esta verdad existencial me fue revelada por el arcángel de la razón, hice con mis actividades creadoras lo que había hecho siempre con mis intereses: diversificarlas.
Recuerdo a Ángel Fuentes, uno de tantos locos hermosos que he conocido, cuando pronunció por primera vez la palabra “ecléctica” en un taxi, allá por los años 80 (sí, el pleistoceno…) refiriéndose a mis gustos. No sabía lo que significaba y por supuesto disimulé, pero en cuanto llegué a casa consulté el diccionario y me vi definida en una sola palabra. Me gustaban elementos escogidos de todo tipo de músicas, estilos artísticos, filosofías, literaturas. Nunca me planteé que el jazz excluía la música clásica, o que si me gustaba el arte figurativo no podía enamorarme de un cuadro abstracto o simbolista. Bruce Springesteen compartía espacio entre mis discos con Keith Jarrett, Nat King Cole o Peter Gabriel, pasando por versiones exquisitas de Scarlatti o músicas etéreas de flauta japonesa. La “y”, siempre me ha abierto la mente a la diversidad en todos los ámbitos de la vida. La “o” es en mi opinión una conjunción llena de prejuicios. Pero el mundo tiende a definir en función de la conjunción disyuntiva en lugar de la copulativa. O conmigo o contra mí, en cualquier ámbito: religioso, musical, artístico, literario, político.
Yo me dediqué a la fotografía hasta el año 2016, pero también me interesaban el teatro, la cerámica, la música, la literatura, la escultura, la perfumería, la pintura, la talla de madera y un largo etcétera que llevo en la mochila por si me dan una segunda oportunidad. Así que, cuando me fue revelada la verdad que menciono en el primer párrafo, decidí probar otras vidas, otras rutas, otros sueños. No fue bien aceptado. A la gente no le gusta que le cambien el guion en mitad de la obra.
Pero para mi suerte o desgracia, soy adicta al cambio como otros al café. Excepto de marido, me gusta cambiar de vez en cuando todo lo demás. El camino no hollado es mucho más fascinante solo por eso. En el plano profesional implica empezar de cero, renunciar a la “reputación” que uno ha conseguido en una actividad determinada; no es fácil, el ego sufre una caída en picado. Pero aprender me hace sentirme joven, qué le voy a hacer, me funciona mejor que una inyección de colágeno. Para mí no hay satisfacción como la de empezar a trabajar en la construcción de un nuevo proyecto y verlo crecer, ladrillo a ladrillo hasta convertirlo en una chabola o en un palacio, todo depende.
Lo que tengo claro es que el día que deje de aprender, ingresaré voluntariamente en la residencia menos miserable que encuentre.
A día de hoy, me ha dado por cantar. Me hace feliz, me quita los sofocos, me abre nuevos mundos, me aligera el alma. Por supuesto no falta quien me recomienda, con condescendiente benevolencia que deje de cantar porque es «Un poco tarde…».
Cabezota que es una, le contesto: «¿Y si la dicha es buena?»