ENCUENTRO


La tela de la cortina verde actúa de filtro en mi ventana y todo lo que veo a través de ella es más hermoso así, visto a través de un conjunto de curvas semitransparentes del tranquilo color del té Matcha, que ocultan y muestran las melenas al viento de los árboles que veo desde mi salón. También gracias a ellas puedo observar, sin ser vista, a los pájaros que, por fin, se han atrevido a estrenar el comedero que compré para ellos. Tuve que ponerlo colgando de la barandilla de la terraza, para que no se asustaran al vernos, por lo que sólo cuando se posan en ella para después saltar al comedero, puedo entrever sus plumajes rapidísimos y saber que sirvió para algo ponerlo allí. Ocurre un poco como con los perfumes de colección antiguos, fragancias de perfumistas de leyenda,conservadas en el tiempo gracias a que el frasco estuvo todo este tiempo cerrado, sin resquicio alguno por el que pudiera pasar el oxígeno que le da vida y muerte en el mismo acto. El perfume y los pájaros son como el gato de Schrödinger, si los percibo, dejan de estar, si no los percibo, están.

La vida, mejor dicho, mi vida, se construye con detalles pequeños como este y está bien que así sea, me gusta, no necesito grandes eventos para llenarla, aprecio lo pequeño, lo que está ahí sin llamar la atención pero que construye con su delicadeza involuntaria mi armonía cotidiana. Hace dos días salí a la terraza y me quedé paralizada mirando una de esas pequeñas maravillas aladas, un pajarillo blanco y negro que ni se asustó, ni salió volando. Era un pájaro precioso, diminuto, vivaracho, como dibujado por un maestro de pintura Sumi-e japonesa. Me aceptó sin miedo. Parecía querer dejar claro que me agradecía el comedero, que entendía la mano tendida y a cambio, ofrecía como regalo su confianza, porque nos miramos unos segundos, más de los que normalmente tarda un pájaro en escapar de la presencia humana a menos de metro y medio, el suficiente tiempo para que yo pudiera decir “¡Pero qué cosa tan bonita…!” y él saltara al comedero sin urgencia.

 

El encuentro me pareció maravilloso, algo había sucedido en esos segundos detenidos, algo sencillo, pero cristalino, algo que justificó mi vida esa mañana. Todo lo demás quedó eclipsado por ese instante, la actualidad política, económica, familiar, todo pasó a segundo plano en ese encuentro, que llevaba tiempo esperando. La fugacidad del milagro animal ponía al ruido humano en su sitio. Cada vez lo siento más intensamente, el ruido humano. Es un rugido sordo que invade todas las ventanas digitales por las que se cuela como se cuela el agua por cualquier rendija. Es el ruido de la manada excesiva, el golpeteo de 8.000 millones de seres que se comen el planeta cada día arrancándose unos a otros el trozo de la boca. Aunque respeto y hasta admiro a unos cuantos de estos seres y comprendo la conducta de otros, en general no aprecio demasiado esta especie a la que pertenezco. Por eso el encuentro con otras especies, cada vez más infrecuente, me parece un paréntesis de silencio, una pepita de oro encontrada entre cubos y cubos de arena en el cedazo.

 

No sé si la vida me permitirá alejarme aún más de los centros de población que habito, pero mi anhelo es vivir un tiempo allí donde los pájaros se sientan en su casa, donde los gatos se tumben, en mitad de una calle, a la bartola, donde las vacas recorran tranquilas la montaña,donde los conejos se multipliquen como lo que son y donde los ruidos se deban a especies distintas de la mía.

 

Eso, un buen libro en las manos, mi compañero a mi lado y que no me quiten el sol, como Diógenes.

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