STOP

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Y la gripe, como un guardia de tráfico de película italiana, ha alzado la mano con la palma extendida. Es el momento de parar. No sé si los demás escuchan lo que el cuerpo les dice, pero a mí el mío me envía mensajes clarísimos y tengo por costumbre hacerle caso, si las circunstancias me lo permiten.

En esta ocasión el mazazo gripal me sobrevino de golpe, parando en seco toda actividad salvo la planeada con días de antelación, de celebrar mi cumpleaños en familia, con cabreo incluido, como toda reunión familiar que se precie. Al día siguiente, mi cuerpo me pidió unos días de asuntos propios, como un funcionario de carrera y yo, que soy él, se los he dado.

Estos paréntesis llenos de miseria olfativa y dolores de cabeza expresan algo, nos envían un mensaje que los entendidos desciframos y yo me he quedado acostada (¡Oh blasfemia calvinista!) leyendo, al mismo tiempo, una biografía de James Baldwin y otros cinco libros que se amontonan en mi mesilla y con los que me relaciono según el humor y la noche, (únicas orgías en las que me meto a estas alturas de la vida…). No tengo hijos, no tengo padres, mi perrilla murió en febrero y no trabajo fuera de casa, así que, sorbiéndome los mocos cada treinta segundos me he encerrado en mi burbuja de colcha y almohada y me he pasado la mañana leyendo, que es un lujo asiático y apacible donde los haya.

Pero la paz dura poco, en seguida todo el mundo me recomienda medicamentos que apagarán la intensidad de los síntomas, con lo cual, claro está, mi pobre cuerpo no podrá decirme lo que decirme quiere. Y es que, en esta sociedad desequilibrada, las medicinas le ponen una mordaza para que uno siga como si tal cosa, cuando en realidad lo que uno quiere hacer es encogerse en el capullo gripal y volver por un rato a la irresponsabilidad de la infancia. Pero, en fin, uno hace caso de las múltiples voces que nos meten las pastillas efervescentes por el gaznate y, una vez seca (y fría) la nariz y relativamente controlada (y atontada) la congestión de cabeza uno se convierte en una versión desteñida de uno mismo, pero sin síntomas incómodos cara al público y a regañadientes vuelve a situarse en la fila, ocupando, con somnolencia inducida, el puesto social que le ha sido encomendado.

Es un error.

Los síntomas de una enfermedad son la manera en que el cuerpo nos cuenta la mosca que le ha picado. No digo con esto que uno tenga que sorber mocos quince días, pero sí que le demos al cuerpo el tiempo de expresarse antes de tapar a todo correr el agujero de la olla a presión por el que se escapa la tensión, el estrés, la tristeza, la confusión, la soledad, lo que sea. Somos un cuerpo pensante y cuando el pensamiento no reconoce que debe parar a tiempo, el cuerpo acciona el freno de seguridad y hasta ahí hemos llegado. No pasa nada por parar la máquina; uno se acurruca el tiempo necesario para recomponer el desconchón en la autoestima o cualquier otro derrumbe emocional y cotidiano. El mundo sigue exactamente igual sin nosotros. Igual que en una partitura musical escribimos tiempo sin notas tan importante como las notas mismas, así este tiempo de inactividad de las pequeñas enfermedades es importante y puede tomarse como un descanso larvario del que nos desperezaremos con alas nuevas. Pero para eso hay que dejar hablar al cuerpo y escuchar sus quejas.

Hágame caso, la próxima vez que empiece a estornudar, tire el ibuprofeno por la ventana, métase en la cama con un buen libro y a sorber, que son dos días.

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