POR EL MAR DE MI MANO

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Me miro las manos muchas veces buscando los caminos que he recorrido, los amores, las muertes, los viajes. ¿Estaba todo escrito? ¿Tenía el mapa del tesoro en la palma de la mano y no he sabido descifrarlo? No lo sé. Pero hay trazos que conozco desde siempre en ellas: una estrella, un arco que se quiebra, cuadrados, triángulos. Los miro y remiro intentando identificar cambios, alteraciones, algo que implique que no todo estaba predestinado. Me parecen las mismas manos de siempre, activas, inquietas, rotundas. Han escrito mucho, han manejado barro, pincel y ratón, han tocado la piel de los hombres que he amado, han acariciado superficies y se han hundido con curiosidad táctil en todo aquello que las invitara a ello. Me han servido fielmente y les tengo cariño. Son toscas, poco femeninas, poco presuntuosas. Veo en ellas la piel de mi padre, quebrada como a hachazos secos. Las manos de mi padre eran cordilleras y valles que acababan abriéndose cuando ya el frío le encogía la espalda y los huesos. Siempre llevaba tiritas en los dedos, intentando contener esa especie de desaliento epidérmico que se acentuaba con las inexorables décadas. Eran una gran orografía compuesta de ternura, las manos de mi padre.

Uno se mira las manos muchas veces durante la vida, son los tentáculos con los que conocemos íntimamente el mundo. Antes de tocar nada, lo que percibimos puede resultar una imagen abstracta o teórica, cuando lo tocamos se convierte en otra piel que nuestra piel reconoce. Siempre soñé con hacer una exposición a ciegas en la que el público fuera tanteando sin ver, distintas materias; hasta el menos imaginativo retiraría la mano de alguna de ellas sólo por el tacto pegajoso o húmedo, o permanecería un buen rato acariciando el terciopelo de ciertas plantas, que parecen orejas de burros pelusones.

El tacto ciego activa la imaginación y la conecta instantáneamente con estos diez vigilantes que la evolución nos ha dado para aprender a contar y acariciar. El resto del cuerpo siente el tacto también, pero de un modo más difuso. Las manos son el gran intermediario entre las cualidades físicas del mundo externo y este “yo” que nos habita, esta mente que piensa a través del cuerpo y sus sensaciones.

Uno puede ser daltónico, lo cual hará que perciba el rojo y el verde de un modo diferente o, sin irnos a alteraciones genéticas, podemos ver la realidad bajo condiciones lumínicas que alterarán la percepción normal de todos los colores, sin apenas darnos cuenta. Con el olfato y el gusto pasa lo mismo. Olemos o saboreamos y nuestra cultura altera la percepción objetiva de ese olor o sabor, haciéndolo desagradable o agradable, según nuestra experiencia, el país en el que vivimos, la situación afectiva en la que nos encontramos, etc. Los japoneses no pueden soportar el olor del queso Camembert, por ejemplo. Su nariz les dice que hay algo podrido en el manjar francés, mientras que un bretón y yo misma, empezaríamos a salivar nada más oler el queso en la tienda.

El tacto es en mi opinión, el sentido más aferrado a la tierra que tenemos. Es fiable, honesto y relativamente universal. Una superficie arrugada, lo es para todo el que la toque. Una seda es sensual tanto para un pakistaní como para un vasco. La arena invita a enterrar la mano en ella y el tacto de un huevo hervido será perfecto para todo aquél que deslice el dedo por su superficie. Si uno pierde el sentido de la vista, le quedan los diez ojos de las manos para tocar el mundo. No le darán la misma información, sin duda. Pero la que den, será objetiva.

Mis manos han tocado mucho y junto con mi oído, olfato, vista y mi lengua, me han regalado el mundo en el que vivo. Es un mundo espectacular de una belleza ecléctica y fantástica. Si uno tiene la certeza de que antes de nacer no era nada y al morir será pasto de lombrices, lo que toca, huele, ve, saborea y escucha es un patrimonio incalculable y único por el que vivir merece la pena.

Vuelvo a mirarme las manos. Son pequeñas, surcadas de historia y permanentemente inquietas. No supe leer la carta que traían escrita… Mejor, me gustan las sorpresas.

Por el mar de mi mano, dice Luis Pastor, un barquito de papel te busca en vano.

3 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Leerte es un viaje imaginario infinito. Plagado de imágenes Un mar de sensaciones. El mundo nos entra por los sentidos, son las puertas que nos permiten entrar y salir. Delicioso mapa el tuyo.

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  2. Malcolm dice:

    En el penúltimo párrafo, los sentidos “me han regalado el mundo…”. Que bella profundidad!

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  3. Cristina Jarabo Bueno dice:

    Gracias, Sandra. Qué bien escribes, leñe. Un beso, Cristina.

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