LA SALA

la sala

 

La sala de espera estaba llena de gente que con la vida entre paréntesis, parada, detenida por una burocracia que no entendía, soportaba la situación como quien soporta el calor en un vagón de metro y en verano. Todos en la habitación esperaban igual que ella, aunque, en realidad, nadie sabía con certeza qué esperaba. Les habían citado, la carta que consultaban al entrar era igual a la suya. Pero en la citación no venía especificado motivo alguno. Así que por curiosidad, temor o rabia todos estaban allí; hurgando en sus cosas, algunos; moviendo los pies nerviosamente, otros; fumando como carreteros cuatro o cinco, mirando el móvil, casi todos. “Hasta aquí no ha llegado la prohibición de fumar” pensó la mujer. Odiaba el olor del tabaco que se le pegaba a la ropa como el perfume de su abuela se le había pegado a la mantilla de encaje negro que encontró entre las cosas de su madre al deshacer la casa. Había tenido que sumergirla una semana en agua con café fuerte para conseguir quitárselo, el olor se agarraba con todas sus fuerzas a la tela y una vez desaparecido, la mantilla pareció perder toda presencia. El tabaco era así, una especie de amante desesperado y cabezón. Podrían al menos, abrir una ventana para airear…pensó mirando a los fumadores de la sala.

De cuando en cuando, por un altavoz farragoso se escuchaba el nombre de alguno de los presentes, que se levantaba con expresión de se han debido equivocar y empezaba a dar explicaciones al encargado, que éste no escuchaba, acostumbrado como estaba a la misma reacción una y otra vez.

Los demás miraban la escena con cierta condescendencia, cierto miedo también, por supuesto, un miedo indefinible, una especie de sospecha funesta y apenas confesada. Claro, el designado era un poco… ¿cómo decirlo? inferior en alguna manera inaprehensible, casi transparente. La ropa le sentaba mal o tenía pinta de depresivo, o era algo viejo, o un poco feo. “Normal que lo llamen” se decían, aunque ignoraran para qué eran llamados, ni lo que ocurría tras la puerta que debía desembocar en otra puerta a su vez, porque nadie salía por la sala por donde había entrado. A veces, sin embargo ocurría lo impensable y llamaban a una diosa etérea, de piel dorada y piernas imposibles, que como una sublime garza sacada de un oásis y depositada en un mercado de la Latina por un error de logística, seguía con expresión evanescente los movimientos de los demás, segura de que, de un momento a otro, todo iba a retornar a su lógico camino de privilegio. Pero era la excepción. Lo normal era que llamaran a alguien como ese hombre al que, ahora, el altavoz había nombrado, que levantaba la cabeza, y al que la sorpresa, el temor, la incredulidad, le deformaban la cara y lo hacían parecer más débil, hasta uno hubiera dicho que más pequeño que cuando había entrado, hacía apenas veinte minutos. Lo suyo había sido rápido. Perdiendo la compostura con la que había llegado, intentaba desesperadamente buscar en esos últimos segundos la frase.

Se lo habían advertido a la entrada, como a todos: tenía que pensar una frase y entregarla escrita al encargado cuando fuese llamado a la habitación.   La frase que haría irrelevantes las arrugas de su chaqueta barata, una frase que se convertiría en un legado, una herencia, una representación del autor en la memoria colectiva. Así se lo habían descrito a todos en la entrada. Pero nadie se había creído semejante estupidez y ahora, para él, era demasiado tarde. Balbuceaba palabras inconexas y no llegó a construir nada coherente en el breve camino a la habitación. Se fue perplejo. La puerta se cerró tras él.

La mujer observaba todo y no acababa de comprender bien lo que ocurría. La masa se compactó de nuevo en un ente amorfo y gallináceo. Ahí seguían todos, esperando, mirando mensajes y videos en sus móviles, evitando mirarse entre sí, eludiendo el posible encuentro con alguien conocido. Ella, que no tenía móvil – se lo había vuelto a olvidar en casa – empezó a pensar una posible frase, un poco por distracción, como hacía cuando tenía insomnio. Aquello de acceder a la inmortalidad gracias a un frase pensada deprisa y corriendo no se lo creía nadie. La usarían tal vez para alguna estadística o algún anuncio, quien sabe. Buscó cuál podría definir su pensamiento, su vida, su manera de entender el mundo, su interés por la creación, su universo espiritual, su relación con los otros, algo. Pero la cosa resultaba muy densa y el pensamiento se le quedó enganchado en la cara hermética pero fotogénica del adolescente, cuya expresión hostil resultaba inútil, teniendo en cuenta que sus padres no venían con él. Sí, resultaba curioso que nadie viniera con familia, todos parecían ser individuos aislados; de hecho, ella también. Había intentado venir acompañada, pero su pareja no había podido acompañarla; día de entrega de proyecto en la oficina. “No importa”, le dijo, “No creo que tarde mucho.”   Pero la cosa se había alargado.

Con cierto fastidio abrió el libro que había traído y se sumergió otra vez en la lectura. “Qué estúpida pérdida de tiempo…”. Pensó resignada. Pero la frase siguió carcomiéndole el alma y una secreta angustia se le instaló en la garganta dejándole el cerebro ineficaz y mudo, sobretodo mudo. “Bueno, al paso que va la cosa tendré tiempo de pensar una” y siguió leyendo, enfrascándose en una historia tan bien escrita y tan original que los minutos pasaron y pasaron las horas y casi se cayó de la silla del susto cuando el funcionario le puso una mano en el hombro.

“Por aquí, por favor”.

 

 

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