Confesiones de una Monarda Fistulosa


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Ultimamente no sé si lo que hago es vivir. Porque vivir, normalmente, se hace sin conciencia intrínseca de que se está viviendo.  Uno se levanta y tiene determinadas obligaciones, determinados accidentes anecdóticos que marcan ese día (una cita en el dentista; pasar la ITV del coche; terminar una traducción, trabajar hasta las tres; preparar la ropa de los niños) y una vez atravesados estos accidentes, volver a la libertad íntima de decidir qué se hace con el poco tiempo no comprometido, que es cuando realmente vivimos porque escogemos.

Yo he tenido la suerte de que un día alguien me dijo por  teléfono “tienes cáncer” (no soy la única, esto parece una pandemia… Esta enfermedad es algo por lo que habría que reclamar responsabilidades al Estado, cuyos ministerios han permitido todo tipo de sustancias que la provocan o favorecen, desde alimentos, a tabaco, desde envases, a materiales con los que entramos en contacto diariamente. Algunos los elegimos a pesar de que sabemos lo que producen (fumadores, por ejemplo) pero la mayor parte existe en nuestra vida diaria sin que lo sospechemos siquiera). En fín, decía que desde aquél momento me doy cuenta de que vivo al día, casi al minuto, oliendo desordenadamente toda flor que me interese, con una conciencia casi dolorosa de que puede quedar poco tiempo – uno nunca sabe – y de que estar vivo es la excepción a la regla.  Al menos estar vivo y saberlo…

Uno adquiere con este tipo de informaciones la seguridad de que la nada nos sigue los pasos ávidamente, dispuesta a suplantarnos al menor descuido.  Quien dice la nada, dice La Parca, esa figura entrañable y solitaria de mi “Poker de Damas” que añora poder oler unas mimosas con su anoréxica naríz que no olió nunca.

Y por eso busco dónde hacer un curso de teatro; por eso estoy estudiando los olores y colecciono obras olfativas efímeras (esos sí que son “arte efímero…); por eso escribo cuando se tercia; por eso salgo a comer a un buen restaurante; por eso pienso a veces en irme lejos, a vivir en un país en donde llueva y no se poden las flores silvestres como si fueran apestados en cuanto asoma las orejas la primavera; en donde las papeleras no se arranquen de raíz o donde el que hace un trabajo prefiera hacerlo bien a funcionar haciendo chapuzas (mantente mientras cobro); en donde las gentes quieran aprender a vivir cada vez más colaborativamente, unidas en tanto que pueblo contra el verdadero enemigo, que siempre es el poder; en donde las diferencias se conserven como tradiciones pero no como banderas con las que levantar muros; en un país en donde los habitantes no necesiten quemar sus propias tierras por tener trabajo; en un país en donde los ladrones no gobiernen con mayorías absolutas; un país que no es mi país, desgraciadamente.  Y soy tan mala emigrante…

Esta conciencia de ser por poco tiempo, me hace también menos inquisitiva.  Investigo menos, lo reconozco.  Me apasionan menos las grandes teorías transitorias que sostienen edificios que terminan siempre por derrumbarse.  Creo más en el pensamiento y en la acción individual.  Me encierro más en las lecturas que quiero hacer antes del minuto último.  Debería estar más pendiente de lo que llaman la actualidad.  Pero cada vez detesto más los medios de información y no menos las redes sociales.  Que ni son información, ni son redes.  Nos mienten tanto que uno tendría que pasarse el día entero contrastando datos para saber si lo que oye es cierto o no.  Confío en algunas opiniones de hombres cuya vida mantiene una coherencia con su pensamiento, como Michel Onfray. Me apoyo en ellos (sé que no debería) para entender algunas cosas, no coincidir en todas – lo cual sería fe y soy atea -.  Y me dedico más a libar de actividades que quiero conocer antes de dejar de ser.

Qué le voy a hacer, esa frase oída en el teléfono te cambia.  Te vuelve más egoísta, más inmediata.  Tal vez si todos nos diéramos cuenta de que la vida es este “rato”, que no hay segundas oportunidades para la existencia – al menos demostradas –  habría menos bancos, menos políticos y menos incendios y la gente sabría más del amarillo de  la genista, del sabor de unas habas asturianas cocinadas lenta muy lentamente, de la orilla del río de su pueblo, del jubiloso sudor después de haber bailado, de la sensación de libertad que da vivir sin televisión o del olor de la Monarda Fistulosa, que a mí me sigue pareciendo, injustamente, por su nombre, la más puta de todas las flores con perfume.

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