¿A dónde van los gatos? ¿A qué citas ineludibles acuden cautelosos? Porque si uno observa a un gato, se da cuenta de que se mueve con la elegancia y la prudencia de un protagonista de cine negro, de esos que miran a un lado y a otro antes de subirse el cuello de la gabardina, tirar el cigarrillo a un charco y echar a andar, con la actitud del que tiene algo importante que hacer.
El gato pasea su libertad insolente por cualquier calle, monte, jardín o callejón sin obedecer más que a su instinto y haciendo gala de una belleza de diseño exquisita, además de parecer un animal misterioso y egoísta, por tanto, superior. Observo varios ejemplares desde mi ventana, se mueven como panteras. A veces se les ve pensar, buscar el modo de engañar al ratoncillo de turno o al perro que pasa y no le ve, paralizado el gato como una estatua egipcia y por tanto camuflado ante los ojos distraídos y bonachones del descendiente atenuado de lobo. Hay algo en ellos que atrae, esa soberbia altiva, ese desprecio desde el que parece que observan el mundo, esa elegancia que hace que recorran como una bailarina del Bolshoi, los bordes de los contenedores de basura sin que la suciedad se atreva a contaminar sus delicadas patas de princesa.
Ningún cartel dirá nunca “prohibidos los gatos” frente a un jardín, sería inútil. Ellos comen, defecan y se reproducen en mitad de cualquier Ágora, como Diógenes – (curiosamente apodado El Perro -) .
Admiramos a los seres libres y no hay nada más libre que un gato callejero. La vida no debe ser fácil ahí afuera, pero el gato vive su libertad como la vive un tigre o un guepardo.
A menudo veo esos montones de comida para gatos que deja una mujer, bienintencionada, debajo de los coches. Los vecinos la maldicen en voz baja. Ella se afana y les coloca incluso un pequeño queso sobre la comida seca como señuelo.
Sólo quiere hacerles la vida más fácil, como a los gatos domésticos.
A veces paso con el coche y los veo comer y parece que con hambre, de la ofrenda diaria y desinteresada de la mujer. Desde el refugio oscuro y protector de los bajos del coche, la pantera levanta fugazmente la cabeza para mirarme pasar. En su expresión recelosa se adivina el conflicto en el que se entrecruzan por igual, el alivio del hambre y una vergüenza indefinible, que acaso humilla sin querer la altivez de su especie.
O tal vez lo imagino todo, no lo sé.
Todo animal parece albergar la solución a un enigma que a nosotros/as se nos escapa (tal vez Diógenes logró descifrarlo). Pero en los felinos, en los gatos, ese enigma es el animal mismo. El gato se desliza con tan delicada y elegante armonía que no advertimos su presencia de inmediato. Telúrico y ancestral, su ritmo nos invita a corregir y ralentizar el nuestro, habitualmente torpe, inapropiado y como a destiempo. El gato cambia de posición y lugar con tan dinámica y sigilosa discreción que su trayectoria pasa desapercibida convirtiendo su ubicua presencia en un extraordinario y sorprendente suceso. Sí, al hablar de elegancia su imagen es lo primero que acude a mi mente.
Me ha encantado tu escrito, se lo contaré a los innumerables gatos que viven en mi jardín.
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