¿De qué material incombustible están hechos los optimistas? No me refiero a los ignorante que residen felices en su inconsciencia, sino a los optimistas informados, a esos que resisten una y otra vez el puñetazo en la cara y siguen levantándose y sacudiéndose el polvo y volviéndose a poner en situación de riesgo, generalmente en representación del prójimo, una y mil veces, porque están convencidos de que el mundo debe y puede reconocer la injusticia y enmendarla. Y a ese proyecto quimérico, pero racional, dedican su vida y sus esfuerzos.
Los hay, los veo, son pocos. Los envidio, pero principalmente los admiro.
Yo, en cambio, no consigo quitarme esta tela de araña insidiosa que se me va formando cada día, con cada mentira institucional, con cada brutalidad surrealista, con cada injusticia clamorosa de la que soy testigo. Va quitándome la luz disimuladamente, tejiéndome una ceguera delicada, insistente, pesada en su asombrosa ligereza.
Quiero, no obstante, y desesperadamente, volver a ser optimista. Deshacer con un gesto esta seda tenaz que me va cubriendo como un sudario. Recuperar el aire, el oxígeno, la libertad de movimiento. He llegado a la conclusión de que el futuro solo se conquista a manotazos y que la dignidad se batalla cada día. Y son ellos, los optimistas conscientes e informados, los que nos dan la pauta cotidianamente.
Una de estas optimistas irredentas sentó un día la oscura piel de su destino en el asiento delantero del autobús, cuando las mujeres negras como ella ocupaban por ley los últimos asientos en los coches y en la vida de Estados Unidos. Se unió el optimismo de pensar que el mundo tenía forzosamente que ser más justo, con la indignación y la rabia, motores poderosísimos en todos los cambios decisivos de la historia. Durante un segundo la duda debió cruzar la mente de Rosa Parks; enfrentarse a la ley o resignarse. La rabia pudo más, y decidió poner un límite, un límite a la descabellada realidad en que vivía, un límite al absurdo de vivir discriminado por el color de la piel, un límite al caos. Decidió que cambiar el mundo, empezaba por el acto individual de rebeldía.
Quiero, en homenaje a estos héroes puntuales de la historia, recuperar mi optimismo adolescente a cualquier precio, aunque sea a costa de mi razón, vapuleada a diario por el increíble recuento de monstruosidades con las que nos tomamos el café cada mañana. El mundo tiene forzosamente que cambiar también ahora y somos cada uno responsables del cambio, estoy segura. Unos tal vez recurrirán a su optimismo para seguir luchando, otros a su rabia, otros a su rebeldía.
A mi se me apagó la luz de los ojos hace tiempo, pero tengo rabia de sobra, rebeldía y un ansia absoluta de ver cómo la justicia se sienta por fin, en los primeros asientos de la historia, de donde nunca debimos permitir que se la echara.
Me gusta cómo escribes. Me gusta lo que dices y me sirve. Y quiero que lo sepas porque, a veces, degustamos el fruto sin reparar en el árbol, y eso no está bien.
Me sumo a tu rabia y a tu rebeldía, yo que soy un pesimista crónico, para propiciar el chispazo, la luz que sólo podrá darse en una auténtica comunidad, a la cual nunca debimos permitir que nos impidieran aspirar.
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«…se me apagó la luz de los ojos…» Pues tras leerte no lo parece: a mí me enciendes los míos.
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