Ayer mi marido compró un ramo de flores. Entre ellas había un girasol y al ir a poner el ramo en agua me llamó la atención un arco negro que asomaba por el centro de la flor. Tiré de él y para mi sorpresa salió de la pobre planta un cable que la atravesaba desde la corola hasta la base del tallo, unos 35 cm de altura. Obviamente el cable estaba destinado a sostener la flor cara al público que iba a comprarla. Probablemente la vendedora tenga la costumbre de quitarlos discretamente antes de entregar el ramo y en este caso se distrajo y olvidó hacerlo. No sé por qué, pero esta argucia me pareció de una crueldad inusitada, como si la flor hubiera sido una Frida Kahlo vegetal torturada por estructuras que intentaban mantener la fragilidad de una columna vertebral maltrecha.
La flor sigue viva y aún no ha bajado la cabeza a pesar del estoque que le atravesó el alma. Pero la práctica me dejó perpleja. Me hizo pensar en la falta de empatía que demostramos para con el resto de los seres vivos con los que compartimos planeta. Esta falta de empatía, que a fin de cuentas es una falta de imaginación, nos lleva a pensarnos el ombligo de la creación, a verlo todo con gafas antropocéntricas. El resto de los animales “son” únicamente según el servicio que pueden darnos. Hemos perdido por el camino la conciencia de ser parte de un todo, para terminar por creer que tenemos derecho a todo. Estamos muy perdidos. Como diría el cómico George Carlin, lo mejor que podría pasarle a esta tierra es que el planeta se sacudiera a los humanos de encima como un mal caso de invasión de garrapatas. Los pájaros, las vacas, los leones, los elefantes, los cerdos, las ovejas, todos los demás seres con los que compartimos espacio se mirarían unos a otros a la mañana siguiente de nuestra desaparición, incrédulos, sintiendo la ligereza en el aire, la luz redescubierta de un mundo sin humanos.
Mientras tanto, siguen aguantándonos (no tienen elección) en zoos, granjas de concentración, circos, mercados de carne, naves de producción masiva de tortura, tiendas de mascotas, criaderos y laboratorios. Estamos, todos, marcados por la culpa de permitir un maltrato inimaginable a millones de seres vivos que no forman parte de nuestra especie. Imaginar que un pato puede vivir conectado a un tubo por el que sobrealimentan su hígado para después hacer foie gras, puede que no impacte a todo el mundo. Simplemente hay que sustituir en la imagen al pato por un ser humano para ver el inmenso horizonte de la crueldad industrial que se ha implantado como norma.
Yo también he comido carne. Yo también he vivido alegremente sin pensar en estas cosas. Pero llega un día en que algo te cambia, una imagen, un camión lleno de cerdos apelotonados como judíos en un vagón de carga nazi, un artículo, un reportaje que te despierta de un puñetazo cuando las imágenes que muestra son de un horror inverosímil. Esto hacemos con ellos. Si eso aún no le ha pasado al lector, podemos hacer juntos un ejercicio de teatro creativo, pongámonos en la posición del animal atado a un tubo y forzado a tragar grasa de esta manera unas cuantas horas al día. Busquemos un tubo cualquiera que tengamos por casa para metérnoslo en la boca, inclinando la cabeza hacia atrás (el tubo tiene que estar en vertical, supongo) un segundo, dos, tres, ya amenaza la primera arcada, aguantemos la respiración un poco más, cuatro, cinco seis, cae la primera remesa de papilla, hay tragar o ahogarse…
¿A que ya no sabe tan bien el foie gras?