Esta mañana me desperté, como de costumbre, con las manos de otro pegadas a las mías. Me pasa muy a menudo y es una sensación muy extraña que se evapora en unos minutos. Hoy sin embargo, me rasqué la frente con la mano aún dormida y cuando me fui a lavar la cara me vi un rasguño considerable entre las cejas. Mi mano había herido, sin saberlo, al propio yo, por así decirlo.
Me quedé pensando si tantas cosas que han pasado en la historia y que nos parecen aberrantes no serían como un gigantesco caso de extremidades dormidas colectivas que al despertar encontraron con estupor la carnicería cometida. Parece que de alguna manera es así. Cuando vuelven los tiempos de paz, cuando se va borrando de la memoria el terror, cuando las circunstancias recuperan el cauce natural por donde discurren normalmente, los delatores, asesinos, policías políticos, torturadores, despiertan de una especie de sueño autoinducido y recuperan la identidad perdida, son de nuevo (o somos de nuevo, no sé qué hubiera hecho yo en sus circunstancias) el vecino que abre una cafetería, la mujer que ayuda a su marido a cargar el coche, el profesor, la portera, el abogado, el fontanero. Lo normal.
Leyendo el libro de Martin Amis “Koba El Temible” sobre los tiempos de Stalin, uno se da cuenta de que hay momentos de la historia en los que sólo piensa el cerebro reptiliano. Lo único importante es sobrevivir. Si esa supervivencia se sustenta sobre un andamio de torturas, delaciones, mentiras y demás miserias humanas, no importa; el andamio sirve a su propósito.
El nivel de miedo que puede llegar a permear todos los sustratos de una sociedad que no ha impedido a tiempo la subida al poder absoluto del partido o el dictador que lo asume, queda reflejado en el episodio que relataba Solzhenitsyn y recoge Amis.
En tiempos del Terror (con mayúsculas) estalinista, hubo un cambio de secretario en el partido (el anterior había sido detenido) y este cambio terminó con una ceremonia en homenaje a Stalin a la cual el dictador no acudió. Al terminar la ceremonia empezaron los aplausos de los asistentes que en circunstancias normales, Stalin acallaba magnánimamente con un gesto cuasi papal de las manos. No estando presente Stalin para poner fin al aplauso, nadie se atrevía a dejar de aplaudir, nadie quería ser el primero en bajar las manos. Las detenciones arbitrarias eran un asunto de cuotas y obtener las confesiones previas a la ejecución, también. No se libraba nadie del sadismo que el megalomaníaco “padrecito del pueblo” había impuesto como política general del estado a lo largo de todo el sufrido territorio ruso. Millones de personas, afines o no, daba igual, murieron bajo tortura o en campos de trabajo forzado equiparables a los de los nazis. Así que nadie quiso hacerse notar dejando de aplaudir. Al cabo de cinco minutos, los más ancianos no podían ni con su alma y al cabo de diez, en palabras de Solzhenitsyn:
“Con entusiasmo fingido en sus rostros, mirándose unos a otros con una débil esperanza, los jefes de distrito iban a seguir aplaudiendo simplemente hasta caerse muertos, o hasta que los sacaran de la sala en camilla. El primer hombre que dejó de aplaudir (un director de una fábrica local) fue detenido al día siguiente y condenado a diez años, acusado de otro cargo.”
En esos tiempos, una mujer llegó a ser famosa por delatar a más de 6000 personas. Es decir, llegó a ser responsable del “asesinato por delación” (palabras de Solzhenitsyn) de esas 6000 personas. Después del Terror volvió a su anonimato, suponemos, a comprar el pan y la leche saludando al entrar y al irse como cualquier ciudadano civilizado y pacífico. Y las piezas del ajedrez vital vuelven a colocarse en las posiciones de siempre, como si nada hubiera pasado.
Siendo, como soy, una estudiosa del universo olfativo, me pregunto si en situaciones como estas, en las que la sociedad entera vive inmersa en el miedo cotidiano, se desprenderá de la población un olor especial. ¿A qué olerá el miedo? Porque estoy segura de que el miedo huele, es una reacción corporal que todos hemos experimentado alguna vez y que desemboca en cambios orgánicos. Sudor, diarreas, encogimiento de estómado, dolor de cabeza, tensión en los músculos, menstruaciones fantasmas, falta de deseo, etc. Muchas de estas reacciones huelen y si toda una sociedad sufre este estado mental durante años, forzosamente el país tiene que oler a miedo.
Me pregunto si este perfume excita al dictador, sea persona o partido. Me pregunto si al olerlo crecerá los centímetros que le faltan, se hará valiente habiendo sido cobarde, o apuesto como George Clooney siendo Quasimodo. Los perfumes obran milagros en los que los saben amar.
Tal vez tendríamos que encargarle a una nariz de prestigio que creara el perfume del miedo; a la casa Lalique que diseñara una botella con un hombre en cuclillas y organizar con todo ello una fabulosa campaña publicitaria de lanzamiento: “Miedo”. Para tí que sabes inspirarlo…
Nos ahorraríamos toneladas de dolor y quien sabe, tal vez se conformaran estos malnacidos con el perfume. ¿No me conformo yo cuando me pongo “Memoir” y me siento una mujer lírica de nuevo?