El caracol se tomó su tiempo. Total, prisa no tenía por volver a casa. Se miró con un ojo la espalda y con el otro evaluó la distancia que aún le faltaba hasta la otra orilla de cemento.
Entre las dos alternativas, escalar el gigantesco muro para llegar al césped que lo coronaba o cruzar la estepa, se había decidido por la solución horizontal. Menos esfuerzo. Aunque lo cierto era que allá arriba llovía, se estaba fresco y había más gente que en el jardín de la estepa. Además, llovía generalmente a la misma hora cada día, cosa que no acababa de explicarse nunca, porque el resto de su entorno (salvo la zona de la fuente) estaba este año más seco que un polvorón.
Con babosa decisión bajó por el borde de la cera y empezó a recorrer la inmensa extensión en la que, según decían, había seres infinitos que aparecían como huracanes y desaparecían en segundos. El no se lo creía, pero entre piedras y ramitas que iba husmeando por el suelo se mantenía alerta.
Los primeros veinte centímetros fueron un trayecto tranquilo en el que pudo ir meditando los acontecimientos de la jornada y rememorando las ocho horas que había durado el encuentro con el vecino del muro de las hiedras. Esta vez lo había fecundado él y en fin, no había estado nada mal. De ésta seguro que al menos la continuidad de la familia quedaba asegurada. La noche había sido cálida y la luna los había iluminado como un sol nocturno pero discreto, facilitando un poco la cosa, que de natural, era complicada de cojones. Pero bueno, había salido bien. Ahora, después de la noche movidita, tenía hambre. Había que encaminarse al verde que se veía al otro lado. Este año, el calor era más exagerado, jamás había visto una cosa igual. Cada vez era más difícil alimentarse bien. Había que buscar refugio, conservar la humedad ante todo. Si la cosa seguía así iba a tener que sellar la casa y esperar a las lluvias encerrado, cosa que no le apetecía nada. La concha se le estaba agujerando en algunos puntos y eso podía ser fatal si no conseguía el calcio para repararla. La baba con la que lubricaba su paso por el cemento no era tan espesa como cuando era joven y a veces se hacía daño. Por eso se había decidido por cruzar la estepa, el muro era demasiado alto y demasiado expuesto. Ya no estaba para juergas. Los años iban pesando. La concha había dejado de crecer hacía tiempo. “Te vas haciendo viejo”, pensó.
En esto iba meditando cuando una sombra gigantesca lo hizo estremecerse de terror. Algo apareció y desapareció, algo que alcanzó a oir como un trueno antes de esconderse a toda la velocidad de que era capaz un caracol. Esperó, escuchando, inmóvil, los ojos encogidos de pánico, convencido de que había llegado su hora. Pero lo que fuera, había desaparecido. Sacó con tiento la cabeza, extendió sus tentáculos, oteando el horizonte. No había nada. “Tal vez ha sido una imaginación mía”, pensó. Y siguió su camino. “Probablemente viento. Cada vez eres más aprensivo.” se dijo. Aunque el susto aún le duraba en el cuerpo.
En un árbol las urracas jugaban a las cuatro esquinas. La mujer se vistió frente a la ventana, absorta en la observación del juego de las aves que se iban rotando de rama en rama como niños jugando en el patio del colegio. Generalmente eran los gatos, los que la fascinaban, cuando recorrían el montículo que tenía delante de la casa con posturas de bailarinas, con gestos etéreos, persiguiendo fantasmas que sólo ellos veían, siendo elegantes hasta en la caza del infortunado ratón del desayuno.
Miró el reloj. ¡Tarde! Se metió el pantalón a saltos por la casa y recogió lo que había ido tirando, en un gurruño de ropa que escondió en el armario para que no perturbara el feng-shui de la habitación. Todo el orden exterior, que diseñaba con mimo, entre colores, texturas y volúmenes, que daban a su casa un aire sereno, convirtiéndola en un espacio de color con entidad propia, se venía abajo escandalosamente en cualquier cajón o armario, en donde el caos del universo se repetía en un eterno retorno nietzcheano de bragas, calcetines sin pareja, medias, guantes y ropas varias que podían permanecer en el anonimato oscuro del desorden durante meses; hasta el día del juicio anual, en el que abría los tres armarios de la casa y en un acto de catarsis doméstica, reordenaba todo para empezar de nuevo, de cero, con el genuino e ingénuo propósito de mantenerlo así.
Hoy llegaba tarde, el autobús pasaba a las 10:30 y ya eran las y cuarto. Se asomó al cuarto de baño para peinarse mal y al vuelo sacó el bolso de detrás de la puerta, cerró la terraza y salió del piso. Estaba cerrando la puerta cuando oyó el móvil sonar en el salón. ¡Qué cabeza! Abrió y respondió mientras volvía a cerrar con llave y se apresuraba escaleras abajo. Era su hermana. La despachó en unos minutos y a paso ligero enfiló por la calle Toledo hasta la Avenida de los Reyes Católicos por donde pasaría su autobús.
A pesar de la prisa, observaba todo, especialmente si tenía que ver con animales. Tenía la extraña habilidad de ponerse en sus pies; mejor dicho, en sus patas y pensar desde ese otro punto de vista. Imaginaba, por ejemplo, la humillación de los gatos, que tenían que comer a veces de las latas que alguna buena mujer ponía a su disposición debajo de los coches, en invierno. Pensaba que éstos no sabían que habían bajado de estatus y creían que seguían siendo “grandes felinos”, panteras, leones, guepardos. No había en el pueblo muchos ciervos que cazar ni otras presas de las que aparecían en los documentales de la 2 y ella se los imaginaba acercándose ofendidos, pero hambrientos, a comer lo que fuera, bajándose del pedestal de su elegancia, resignados a la indignidad de ser unos mantenidos. O se imaginaba lo que se traían las cotorras entre manos, jugando, como hoy, a las cuatro esquinas, saltando de rama en rama, al mismo tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo. Cotilleando, seguramente, sobre otras cotorras que venían del parque de Talabares, que no eran como ellas. Graznaban con otro acento. Y si se aventuraban por el barrio, éstas las perseguían con saña hasta echarlas fuera de su territorio. No somos tan diferentes, pensaba la mujer, con una punzada de tristeza.
Pero de camino al autobús no vio ninguno de los gatos y las cotorras quedaron en su árbol favorito comentandose a gritos los chismorreos de barrio. En cambio, con la prisa, estuvo a punto de pisar un caracol. Habia varios en el muro que bordeaba el césped de la Iglesia y unos cuantos en la misma acera. Salían a veces, como champiñones en el bosque después de una tormenta. Dio un paso de baile para evitar el horroroso sonido que haría si aplastara a alguno, cuando su mirada se distrajo con uno en particular que se disponía a cruzar la carretera y por poco no fue convertido en mousse de babosa por las ruedas de un cuatro por cuatro que pasaba en ese momento. No pudo por menos de agacharse y cogerlo entre los dedos con delicadeza para depositarlo en el césped, sonriendo mientras pensaba que el caracol creería, de ahora en adelante, en la teletransportación. Ahí estarás más seguro y más fresco, pensó, mientras lo depositaba empáticamente en el universo amazónico de hierba. Después cruzó la calle y a toda carrera alcanzó el autobús por los pelos. Se sentó en el primer asiento y respiró tranquila.
El caracol apenas había empezado a sacar la cabeza tras el estruendo que había aparecido y desaparecido, cuando una fuerza insólita lo absorbió hacia atrás y lo trasladó en el espacio y en el tiempo a otra realidad. El movimiento que lo había levantado en el aire había sido, sin embargo, delicado y no lo destruyó el aterrizaje ni nada parecido. El terror hizo que se quedara otra vez y mucho tiempo en casa, encogido, sin atreverse a sacar los ojos. “¡Vaya día que llevo!”, pensó. “No me van a creer. Y eso si sobrevivo para contarlo…”
Al cabo de unos diez minutos de tranquilidad absoluta se decidió a explorar la zona y se encontró, sorprendidísimo, en lo alto del muro, en el mar de césped en donde un montón de conocidos se fueron acercando para saludarlo y preguntarle qué le había pasado. “No sé”, respondía descompuesto, “Estaba en la estepa y de repente estoy aquí…” “¿No te abrás comido alguna hoja alucinógena por el camino?” Le preguntaban con sorna mientras él se revisaba por dentro y por fuera para comprobar posibles desperfectos. Nada, estaba intacto y no, no había comido nada raro… Después de algún tiempo, se serenó, estiró bien el cuello y con un suspiro de bienestar reconoció que el cambio no había estado mal. La penumbra de la hierba crecida era fresca y húmeda. “Desde luego, soy un tío con suerte”, pensó mientras retomaba su parsimonioso desayuno, al que se había visto lanzado, así, sin más, sin esfuerzo y sin violencia. “Los hay que nacemos con estrella” se dijo complaciente, convencido en su fuero interno, de que algo había hecho para merecer su sorprendente destino.
Al día siguiente la mujer repitió todos sus rituales matutinos antes de dejar la casa para ir a trabajar. Camino del autobús se acordó del caracol, volvió la cabeza para buscarlo absurdamente entre la hierba y comprobó con horror que habían cortado el césped y del miniparaíso umbrío del día anterior no quedaba nada. Como un barbero afanoso y perfeccionista el jardinero había dejado el césped como la cabeza de un soldado raso. Pensó en su protegido y le dedicó un último recuerdo arrepentido: “Nunca más me meteré a salvar un caracol” se dijo mientras sacaba el libro que tenía a medias desde hacía un mes.
“Mentira…”, murmuró en voz alta en el mismo instante en que los aspersores se ponían en marcha, como cada día y a la misma hora, en el jardín del muro.
Me recuerda, gratamente, a Kafka y a Cortázar, el de Bestiario; quiero decir que se nota de una forma jungiana que laten en ti aquellas lecturas y vuelven en forma de textos, o eso creo o vaya usted a saber lo que me dice todo este relato. El momento de malpeinarse ante el espejo me ha encantado, es tan absurdo como la realidad. Un abrazo.
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