La Crisálida

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La madre estaba en la cocina, con cinco o seis rulos puestos en la cabeza, sujetos con unos palitos de plástico que le aplastaban la piel de la frente y le daban un aspecto triste de pájaro mojado. Sin la capa de maquillaje, la piel que un día fue de un dorado aceituna, parecía aún más verde y la nariz que, para su desesperación, no había dejado de crecer, constituía el rasgo que dominaba el paisaje arrasado de sus 83 años de amargura.

Insistía, mirándose al espejo, mientras se maquillaba y pintaba con un pulso cada vez más inseguro (eligiendo el cristal de aumento para estudiarse la piel, como quien mirara por un microscopio un cáncer en pleno crecimiento) en que todas esas arrugas le habían salido de golpe en los últimos tres meses.

Los ojos inyectados en pequeñas venas y cada vez más caídos, miraban la vida a través de una incapacidad genética para la alegría. La única época feliz de su vida había sido cuando sus hijas eran pequeñas. En las fotos de aquellos años, posaba con trajes que imitaban los de Elisabeth Taylor, o Deborah Kerr, y poses a lo Marilyn, pero en versión recatada de madre de familia.

De hecho, haber conseguido salir de la calle Tutor de Madrid, en donde vivía con su madre y su padrastro, quien había tenido por costumbre meterle mano cada vez que su mujer se enfadaba con él y le dejaba a solas con la niña, había sido una suerte loca.

Sí, se había casado con un americano, uno de aquellos protagonistas de las películas que veía en sesión continua por dos pesetas. Un militar de Torrejón, en trámites de divorcio, guapo, bueno, respetuoso, con ojos claros y que hablaba la lengua del país de irás y no volverás, al que soñaba con poder escaparse, dejando atrás la España de posguerra que olía a sudor y sacristía y no volver nunca.

Y sí, pudo escaparse al paraíso, con él, una vez casados. Pero antes tuvo que pasar por el destino que le habían impuesto a él como castigo por casarse con una católica siendo protestante y divorciado. Su primera hija había nacido en Libia, total nada. Después pasaron por Londres, en donde, al menos, los hombres no le habían tocado el vientre hinchado por la calle murmurando obscenidades y en donde nacieron las gemelas. Finalmente, viajaron a Estados Unidos, donde vivían en carne y hueso Tyrone Power, Charlton Heston y Jimmy Stewart. Ella sería la Doris Day española.

Pero los americanos eran ignorantes y racistas y no le dejaron ser Doris Day; le adjudicaron el papel secundario de criada de Doris Day, dado el color tostado de su piel. Parecía mejicana y aunque se defendía diciendo que era española “de España” a los americanos les daba igual, convencidos de que España estaba pegada a Méjico. En resumen, se vivía mejor en España, siendo la mujer de un norteamericano, que en Estados Unidos, siendo “la española” y volvieron, vaya que si volvieron.

Todo fueron niñas. Ella buscaba tener un niño, pero fueron todo niñas. Le encantaban los bebés o tal vez la idea que tenía de tener bebés. Cuando fueron creciendo no le encantaron tanto y el tiempo había caído como un pesado telón de terciopelo arrancándole la juventud a medida que los bebés se hacían niñas y después mujeres.

Ahora sus hijas pasaban de los cincuenta y la trataban como si fuera imbécil.

Hoy, preparaba lo que ella llamaba cuatro cenas: la de la perra, el perro, la de su marido y la suya, por ese orden; aunque ella apenas comía nada porque cada vez tenía menos hambre, menos gusto, nada le sabía bien. Hablaba, confusa, en una especie de soniquete bajito, a los perros, a su marido, esencialmente a sí misma, explicándose todo lo que tenía que hacer, para no olvidarlo. Iba y venía midiendo la cantidad de comida que tenía que darle a la perra, “son 200 gramos..” abría el gas, buscaba el encendedor y volvía a mirar el peso de la comida en la balanza, sacaba pollo del frigorífico, de golpe se acordaba del encendedor y lo accionaba para encender la lumbre un poco tarde, haciendo que se encendiera bruscamente, con una mini explosión sorda que cada día iba siendo más peligrosa.

Ya las cosas no importaban tanto como antes. Hasta los perros empezaban a serle fastidiosos, a ella, para quien siempre habían sido amores principales.

La amenaza de quedarse sola, cuando más necesitaba de un escudo contra la vida, contra sus hijas, contra la traición de la vejez, pendía veinticuatro horas sobre su cabeza. ¿Qué iba a ser de ella si el padre no estaba? ¿Quién iba a quererla con esa devoción tópica pero garantizada? No se había hecho querer por nadie, sus hijas apenas si la soportaban, la única amiga con la que compartía paseos discutía con ella amargamente, guardándole rencores rancios y aprovechándose de su confusión para, ahora sí, por fin humillarla un poquito cada día. No, nadie la quería, si lo pensaba fríamente y por eso, el pensamiento de no tenerle cerca le era insoportable y la respuesta a estas preguntas, un vacío absoluto y monótono, como el sonido de las antiguas televisiones de madrugada, cuando, qué tiempos, no había ningún programa y sólo se veía una nube de puntos emitiendo un murmullo de lluvia. “¿Qué estaba haciendo? Ah, si, la comida de la perra…200 gramos”.

El perro, casi ciego, sordo pero permanentemente hambriento, la miraba ir y venir esperando su comida. El bulto amado se movía afanosamente pero la comida no llegaba, al menos no la suya. El segundo bulto amado, el padre, sentado a la mesa de la cocina, partía trocitos de jamón. Acababa de atravesar una operación no demasiado importante para un hombre joven: un marcapasos, pero crucial para uno de 95, que se asfixiaba a cámara lenta cada día. Este otro bulto amado alargaba la mano, en cuanto la madre se daba la vuelta, para tirarle un trozo de comida, cosa que le tenía prohibida su mujer, está demasiado gordo…¿no lo ves?. Así que el chucho tenía que estar pendiente de ambos y su expresión atenta exageraba aún más sus ojos abultados de chzi-tzú. Ultimamente la vida también se había hecho más peligrosa para él. A veces confundía a sus amos con seres terroríficos si llevaban bastón o paraguas y cerraba los ojos asustado y confundido esperando un golpe que no venía nunca. Su ama le arrastraba por un precipicio escalonado cada vez que había que salir a la calle. Alguna vez se había pinchado el ojo acercándose demasiado a los arbustos del parque. No, la vida no era igual que antes. Su ama cada día tardaba más en sacarlos a pasear, a veces el paseo de la tarde se hacía a las diez o las once de la noche. A esas horas, lo cierto es que no veía nada y se tenía que guiar casi exclusivamente por su olfato, lo pasaba mal, realmente mal, hasta que volvía al territorio conocido de las alfombras de casa.

Su ama ya no notaba su minusvalía porque apenas oía ella misma y poco a poco el aislamiento de la sordera y de una incipiente demencia senil, la iba haciendo más indiferente a todo. La confusión que le producía el mundo era cada vez mayor y el mismo miedo que sentía el perro lo sentía el ama, intuyendo que de algún modo estaba cayendo, sin escapatoria posible, en el lago de ceniza de la vejez, perdiendo en el proceso la curiosidad, la voz, la empatía, el poder y a su marido.

El perro esquivaba los pies en la cocina pero no abandonaba su puesto de guardia. Sabía que la apergaminada mano del padre bajaría periódicamente con un trocito de cualquier cosa que estuviera comiendo él mismo y le acariciaría después con cariño la cabeza murmurándole complicidades que la madre no oía nunca. El padre esperaba, paciente, que la madre terminara con la tarea de la comida de los perros. Después cenaría él. No le importaba ser el tercero en la lista. Nunca le había importado, aparentemente, ser el último en todo lo que concerniera su pareja. Había vivido con ella tanto tiempo de la misma manera que ya ni se acordaba de cómo había sido su vida con anterioridad a esta mujer. Había tenido otras, si, pero todas le habían abandonado, engañado y utilizado. Hombre de pareja, se había aferrado a esta mujer de 23 años cuando él tenía 34 y se había convencido a sí mismo de que ésta iba a ser la definitiva.

Nunca habían tenido nada en común, salvo tres hijas. La vida juntos no había sido más que una selva en la que ambos desbrozaban con machete la feroz vegetación que se alzaba entre ellos impidiendo la comunicación. Él consiguió un trabajo en Menorca, ella no consideró siquiera la posibilidad de vivir fuera de Madrid y de su piso de 150 metros cuadrados. Terminaron por vivir once años separados; período durante el cual, él se hizo testigo de Jehová para amortiguar el silencio. Probablemente le hubiera dado igual hacerse Mormón o Evangelista. El caso era saberse parte, vestirse de Domingo, ponerse corbata nueva, tener una cita cada semana, estar y sentirse vivo.

La mano bajó lenta, pero segura. El perro olió el regalo que bajaba con ella y se tiró rápido como una piraña canina por no perder la oportunidad. No llegaba nunca a morder la mano, era únicamente un reflejo de animal ciego, buscando atinar lo que no acababa de ver. El padre levantó la mirada para comprobar que no le habían pillado en el acto prohibido y se limpió con la servilleta, teniendo cuidado de no abrirse más las grietas que tenía en los dedos: hacía tiempo ya que la piel se le quedaba tan seca que se abría, suicidándose en cortes y grietas que hacían más incómodas las rutinas diarias.

Mientras se contaba las grietas, esperó pacientemente la cena, en una nebulosa de sordera y resignación, colaborando con las pequeñas tareas que ella le había encomendado. La madre calentó un guiso de los que no le entusiasmaban pero que comía, como comía cualquier otra cosa que le hubieran puesto en el plato: croquetas descongeladas, carnes pasadas de fecha, ensaladas repletas de mayonesa y palitos de cangrejo, cualquier cosa. Agradecía la cena y la comía impulsado por un sentido del deber, que era el eje sobre el que se sustentaba toda la estructura de su autoestima. “Gracias mama”, le decía recibiendo el comistrajo e intentando acariciar la mano que le ponía el plato en la bandeja, mano que la madre retiraba por distracción y ensimismamiento ignorando el gesto de ternura. Los somníferos y ansiolíticos que ella tomaba como quien toma café, habían empezado a colaborar con la demencia senil recluyéndola en sí misma, borrando los recuerdos incómodos y también los cómodos. En realidad, (esto no se lo confesaba más que a sí misma) los datos, fechas, caras, hechos del pasado se le escapaban como si alguien con muy mala leche, quisiera dejarla en ridículo delante del mundo. Los muros de su memoria se estaban agrietando sin remedio. No recordaba ni el nombre de su madre. La cara que veía por Skype de la hija que vivía en Estados Unidos ya no le decía nada, aunque se guardaba muy bien de confesarlo. Se daba cuenta, en fin, que lo que le había sucedido al personaje de Cien Años de Soledad, que pegaba papelitos nombrando los objetos de su casa para no perderlos, le estaba ocurriendo a ella y tenía, por fuerza, que ocultarlo. No era suficiente con que el tiempo le hubiera desecado la belleza convirtiéndola en un espantajo de sí misma, además la memoria tajante con la que siempre había contado el debe y el haber de sus relaciones familiares, se le estaba derrumbando como un soufflé mal cocinado.

Había habido, entre tantos otros, aquél episodio del abrigo de visón, que había regalado a la portera creyendo que era una manta. Meses después una de sus hijas había preguntado por él, para venderlo si no lo usaba, y sacarse una ayuda para llegar a fin de mes…y sí, se acordaba vagamente de un visón… Pero ante la desesperación del espacio en blanco con el que se encontraba, había jurado y perjurado que jamás había existido semejante abrigo. La portera lo devolvió, ofendida, el portero tardó en dirigirles de nuevo la palabra. Y ella se había quedado con dos palmos de narices mirando el espléndido abrigo que en ese momento sí, reconocía como a un pariente lejano.

Pero la pérdida de memoria también tenía sus ventajas.

A medida que habían ido pasando los años, la madre se había olvidado de que su matrimonio había sido un fracaso; de que habían vivido separados; de que se habían detestado; de la cantidad de veces que había dicho a sus hijas que su padre era tonto, inculto, aburrido. Se había borrado de su memoria todo aquello que la había convertido en una mujer frustrada, resentida con el destino por haberle escatimado al príncipe azul que debería haber venido debajo del uniforme impoluto de las Fuerza Aéreas norteamericanas.

De la noche a la mañana, hablando con su yerno, había redibujado su vida, como quien vuelve a colocar las fichas de ajedrez para una nueva partida y en su reconstrucción confusa del pasado, las cosas habían sido ejemplares, el matrimonio perfecto y los recuerdos de separación, un invento de sus hijas. Por fín, el padre se sintió amado.

Lo único que permanecía, a pesar de todo y contra todos era él. La única persona que la había conocido con veinte años y una risa incontrolable de mujer feliz. La única que sabía que alguna vez había sido una princesa con una piel color de azúcar moreno, en lugar de la bruja que la sorprendía en cada espejo y a la que no lograba acostumbrarse. Era él, el único bastión que quedaba en pie, separándola de la locura que se le venía encima inexorablemente. El padre, frágil físicamente, conservaba viva y alerta la cabeza; la madre, perdida en su laberinto de desmemoria, conservaba cuerpo y energía de una mujer de setenta. Por primera vez en su vida, formaban una piña frente al mundo.

Y era ahora, cuando apenas podía sostenerse en pie, ahora que el caballero del Sur tenía forzosamente que usar pañales para no ensuciarse de cuando en cuando, ahora que el cuerpo era una gran y desesperanzada humillación, cuando para su mujer, pequeña, dominante, amarga y vanidosa, era por fin el hombre que nunca había sido, el que podía protegerla, en el que anidaría sus canas mal teñidas y cuya cercana muerte significaba el fin del mundo, de su mundo.

Y sí, ésta sería la definitiva. De esto el padre estaba bien seguro, y lo rumiaba feliz, mientras comía, lenta y minuciosamente el pollo frío, conservándose vivo para ella, en la cocina interior del piso de Madrid; un piso enfermo de vejez: crisálida de polvo en la que el tiempo se estaba exasperando y de la que ya nunca jamás escaparía mariposa alguna.

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