
Desde que conocí la extraordinaria relación de amistad entre Étienne de La Boétie y Michel de Montaigne, dos grandes de la literatura y el ensayo filosófico y ético de la lengua francesa, les tengo envidia. El primero escribió en 1548 (a los 18 años) el “Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno”, contra el Absolutismo. Tras leer esta asombrosa obra que pasaba de mano en mano, Michel de Montaigne quiso conocer al autor y de este encuentro nació una amistad que sólo acabaría con la muerte de La Boétie a los 33 años. Montaigne dijo que una amistad como ésa sólo se daba una vez cada dos siglos (o algo así) y publicó finalmente la obra de su amigo en 1572.
La generalización de Montaigne resulta un tanto radical, pero el entusiasmo por haber encontrado esa alma coincidente disculpa la exageración. Los demás, nos tenemos que conformar con amistades algo más imperfectas.
Me pregunto en ocasiones cuáles son los lazos que me unen a mis distintos amigos y creo que se podría tejer un tapiz con la variedad del material de cada uno. Tengo que reconocer que no soy una persona fácil de alcanzar, no muestro mi cara oculta y la pública no es que sea un dechado de simpatía. Mi timidez se disfraza de seguridad y mi independencia disimula una necesidad de ternura que no suelo inspirar fácilmente. Siempre deseé tener el don de las relaciones, pero no me fue otorgado. Mi hermana lo tenía desde niña. “¿Tu eres la simpática, o la otra?”. Yo era la otra.
Dicho esto, tengo la rara suerte de tener amigos que llevan estando ahí toda la vida. Es un catálogo escueto pero variado. Tengo amigos a cuya tristeza intrínseca me ha unido la vida por diversos azares de los que no se olvidan; amigos cuya paz se va aireando con cada movimiento que hacen, como una nube de talco que les precediera sin ellos notarlo; amigos escandalosamente inteligentes y arrolladores como apisonadoras; amigos discretamente fieles e independientes; amigos que hacen del sentido del humor una moneda de cambio que atesoro en mi hucha vital; amigos que no están pero que están, vigilantes, atentos y lejanos. A cada uno de ellos me ha atado un lazo que (habiendo aguantado tirones y el paso del tiempo que todo lo desgasta) sigue uniéndonos imperceptiblemente. Parecen muchos, pero son muy pocos. Nunca fui persona de pandillas. Cada uno de ellos tiene un asiento reservado en mi existencia.
Y es que contadas son las relaciones en las que ambas partes puedan ser lo que son sin maquillaje. Pero esas son las únicas que merecen la pena. Están basadas en una comunión de intereses medulares, en nociones paralelas de los conceptos más decisivos de la vida. No significa esto que se tenga que pensar lo mismo, sino que se comparte un lenguaje común. Y utilizando éste, todo es discutible y argumentable. Los cimientos de la relación tienen que sostener cualquier divergencia sin amenazar en absoluto el edificio.
A veces, sin embargo, nos empeñamos en que funcionen amistades basadas en un par de patas de precario equilibrio; amistades que esconden en armarios de silencio opiniones destinadas al desencuentro absoluto; amistades que cuelgan el paraguas de su necesidad en nuestro perchero sin que nadie les haya dado ese permiso; amistades que nos fuerzan involuntariamente a vestir un traje para el que nunca nos tomaron medidas; amistades a cuyo oasis de terreno común se llega por desiertos de tierras de nadie, grandes zonas inhabitadas de intereses antagonistas. Tarde o temprano se derrumban.
A medida que va pasando la vida, se van bajando estos conocidos del tren de la existencia y a veces pienso en estos procesos que terminan siendo tristes pero que sanean el aire espeso de una habitación en la que hace tiempo no entraba una bocanada de aire fresco. Queda una ceniza melancólica tras el derrumbe. Pero así es la vida.
También es cierto que con el tiempo es menos fácil hacer amigos nuevos, nos hacemos más restrictivos, llevamos demasiado caparazón protegiéndonos las espaldas, uno se va chamuscando con los años y las pandemias. Pero el destino suele tener reservadas sorpresas, pequeños milagros de primaveras tardías, que diría Machado. La vida es una casa orgánica a la que le crecen habitaciones inesperadas cada día.
Lo que sí tengo claro es que con mis amigos no tengo que explicarme cuando hablo de amor, éxito, civilización, libertad, igualdad o justicia, por ejemplo. Básicamente entendemos esos conceptos de la misma manera, por eso somos amigos en primer lugar.
Lo demás son superficialidades sin las que se puede vivir bastante bien. Menos cómodo, tal vez. Pero bien. Como quien no tiene un jacuzzi en casa, habiéndolo probado en un hotel. Te gustó, lo disfrutaste, pero no lo echas de menos.
Cada día escribes mejor.Muchas gracias y muchos besos,Cristina.
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Gracias Cristina, ojalá fuera cierto.
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