QUIEN LO PROBÓ LO SABE

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“¡Ya está vendida! Se la he dejado en 325 euros.” Así volvió mi compañero, sudado y satisfecho, con algo de melancolía, pero contento. Días atrás había insistido en comprar una bicicleta eléctrica para mí. “Para cuando vayamos a Francia”. ¿Qué necesidad había de comprarla tan deprisa? Pero mi compañero es un hombre de nostalgias al que le gusta revivir las situaciones que en algún momento fueron mágicas.

Esta lo había sido. Una sencilla tarde de verano en El Périgord, hacía unos quince años, cuando alquilamos dos bicicletas, una eléctrica y otra normal. Yo llevaba la eléctrica, por supuesto. Tengo ocho años más que él y eso ya empezaba a notarse. Habíamos viajado en una caravana pequeña a la que bautizamos “Rayuela” en honor a Cortázar. Aquélla tarde, apenas pedaleaba y la bici arrancaba optimista, dispuesta a llevarme al fin del mundo, como si su carga fuera una mujer etérea, tópicamente femenina, una mujer que yo no era.  Pero la ligereza me prestó la sensación por unas horas.  Y así nos fuimos, por la carretera bordeada de árboles, mi compañero agarrándose a mi bici, mi perro sacando el cuerpo de la mochila en la que lo llevábamos siempre, y yo. El paseo fue uno de esos momentos dulces, que quedan petrificados en el ámbar de nuestras memorias, una de esas tardes que, sin ser épicas ni decidir la vida en ninguna dirección, justifican nuestro deseo de seguir viviendo.

Después las cosas empezaron a complicarse. Mi padre entraba y salía de hospitales tras caídas estrepitosas en las que se dejaba la cara llena de moratones y se arrancaba la piel como si fuera de papel cebolla. Nos miraba a través de los vendajes, con pinta de haber bajado de un ring de boxeo para la tercera edad y con su chispa de humor intacta nos decía: “¡No sabéis cómo ha quedado el otro!”.  A sus noventa años insistía en seguir conduciendo, y tuve que amenazarle con llamar a la policía si volvía a coger el Golf GTI y pedirle de rodillas, literalmente, que llevara bastón. Riéndose, pero derrotado, accedió de mala gana y siguió viviendo otros seis años, perdiendo inexorablemente dignidad y vida en el camino. Mi madre, cada vez más perdida por un cáncer que se extendió al cerebro, se volvió vulnerable y quebradiza. La que había sido madre déspota y esposa tiránica, se iba convirtiendo en un pájaro asustado, acorralado por el miedo a la locura y por la imagen que le devolvía el espejo cada día.

Mi compañero mi hermana y yo nos turnábamos para cuidarlos en hospitales varios, cambiando pañales, hablando con médicos, durmiendo en sofás de plástico, tomando, a la fuerza, las riendas de sus vidas, sin parar de tapar los agujeros que se abrían en los muros tras los que presionaba el diluvio de la muerte.

En mitad de este proceso desarrollé un cáncer. Nuestra vida se paró en seco y contuvo el aliento. La noticia nos había pillado en Francia. La mano me temblaba cuando me lo dijeron. Esa misma noche dormimos en Irún y dos semanas después me operaron. Decidí no darme ni quimio ni radio después de sopesar muy bien la situación. Me jugaba la vida a la siete y media. O me pasaba o quién sabe si no llegaría al verano siguiente. El futuro no existía. La palabra tabú lo había hecho trizas de un manotazo. Mi compañero lo vivió con un miedo que supo guardar para sí, pero que le dobló las rodillas cuando me llevaron en camilla al quirófano.

Así que este año, diez y nueve años desde mi operación de espalda, diez desde la del cáncer, cinco después de la muerte de mis progenitores, tres desde el inicio de la pandemia, dos desde la muerte de nuestro perro y uno desde que mi hermana volvió a tener un compañero digno de ese título, el mío decidió revivir aquélla tarde y se puso a buscar una bici eléctrica como si no hubiera mañana. La encontró, fuimos por ella a Madrid. La trajimos rayando el techo del Dacia y la probamos en el bosque de La Herrería. Subí por Juan de Toledo, que estaba siendo remozada y tenía zonas abruptas sin asfaltar, después bajé hacia la Calleja Larga por el empedrado decimonónico que destroza las ruedas de todos los coches de San Lorenzo.

Ese día no noté nada. Al día siguiente mi espalda decidió recordarme que tenía 15 años más que cuando recorrimos el Périgord y que no había agradecido nada la trepidación producida por el empedrado. No podía escribir, estudiar ni dibujar sin levantarme doblada como una alcayata. Tuvimos que admitir el hecho de que el tiempo no había pasado gratuitamente y que las bicicletas además de ser para el verano, están pensadas para espaldas en mejores condiciones que la mía. Mi compañero me preguntó un par de veces “¿Estás segura de que ha sido por eso?” y volvió a poner el anuncio.

Hoy, tras la venta, volvía con la misma ilusión con la que había comprado una semana antes, dispuesto a readaptar su nostalgia a la realidad tajante de mis ocho años más. “¿Qué problema hay? ¡Pues paseamos a pie!” dijo poniéndose a cortar lechuga para la ensalada.

 Eso es amor, pensé consciente de mi fortuna, quien lo probó lo sabe…

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