MISTERIOS COTIDIANOS

Imagen: S.Sue (detalle)
Aquella noche estábamos viendo una película en el ordenador.  Algo bueno, argentino, aunque no recuerdo el título.  Carlos y yo nos acurrucábamos bajo una manta – era invierno – cuando por una puerta trasera del cerebro se fue colando un sonido que el inconsciente reconoció inmediatamente pero que tardó sus buenos minutos en llegar al consciente, atravesando lentamente el muro de los diálogos de los protagonistas que nos agarraban a la ficción como una maraña pegajosa.
Finalmente, me quedé escuchando, las orejas como radares, ¿Qué es eso?, ¿Qué suena?
Carlos no oía nada y seguía atrapado en la pantalla.  Paré la película, “¡Escucha!”, le dije “¿Qué es eso?” Ambos escuchamos como lobos un llanto de mujer, un llanto trágico, impúdico, muy alto, de esos que no se escuchan salvo en el cine o en realidades de espantos épicos.  Era un llanto de la magnitud de una pérdida violenta de un ser querido recién aprehendida. Un llanto de un dramatismo fuera de época, que conmovía hasta el punto de que ambos nos mirábamos sin saber si bajar y llamar a la puerta de nuestros vecinos para consolar semejante edificio de dolor.  También he de decir que me parecía un llanto tan desconsolado porque ninguna voz intentaba apaciguarlo, la mujer gemía y gritaba sola, ninguna mano sobre el hombro, ningún sonido que acunara su angustia hasta el murmullo.  Nada más que su dolor solitario de mujer amputada.
Con la impunidad de sabernos sin testigos, nos pusimos de rodillas y aplicamos la oreja-ventosa al suelo, porque no podíamos creer lo que estábamos escuchando.  Si digo que el llanto era un llanto culto, se me contestará que ese tipo de llanto no distingue entre amantes de programas del corazón y lectores de Nietzche.  Y tendrían razón.  Y no obstante… había algo demasiado sofisticado en el tono de esa voz. Descartamos la posibilidad de bajar, por entrometida.  Pero el sonido nos expulsó de la ficción que estábamos viendo, deshecho nuestro interés en la historia como un azucarillo en agua, frente a una realidad tan apabullante.  Apagamos el ordenador y  en la cama no pudimos leer ni apenas dormir, conmovidos, perplejos e impotentes, ante semejante desvalimiento y congoja.  Tardamos mucho en caer en un sueño perturbado y preocupado.
He de decir que en el piso de abajo, de donde parecía haber emergido el sonido, vivía una pareja, que habíamos conocido joven y dada a actitudes y deportes pijos. Cuando compraron el pequeño pisito de la calle León, aún sin hijos,  emplearon más de un año en intentar transformarlo en un piso burgués de buen gusto.  El intento fue voluntarioso pero poco fructífero ya que los cuadros comprados en Mercabueble delataron a un administrativo algo pretencioso pero amante de sevillanas y vallenatos, con los que más tarde iniciaría a sus hijos en la música. A lo largo de los diez años que vivimos allí, llegaron a tener tres niños, de entre uno y cinco años y una servicial abuela (de las que amenazaban sin parar a los niños, con perros que se los iban a comer si no terminaban la merienda…) que pasaba temporadas con ellos.  Esta pareja era, digamos, una pareja normal, cuya verdadera naturaleza fue saliendo a flote a medida que fueron naciendo niños, con cuyo comprensible bullicio nos hicieron partícipes, a través de los débiles muros, de sus aficiones y métodos educativos. No eran muy simpáticos, aunque en su descargo hay que decir que recién conocidos, les habíamos inundado el piso una fatídica Semana Santa en la que mi marido jugó a ser fontanero.  (Estábamos justo celebrando el éxito de nuestro cambio de cisterna – que nos había llevado tres días –  cuando sonó el timbre de la puerta y apareció el administrativo pálido e incrédulo, que acababa de volver de vacaciones y se había encontrado una plácida laguna en el parquet del salón recién estrenado.) Visto lo visto, eran, diría, hasta amables.
Esta gente habitaba el piso inferior.  Y no era posible que el llanto les perteneciera. Tenían niños, que se habrían despertado y añadido sus llantos a los de su madre. Una abuela que vivía con ellos en aquél momento y que no se hubiera podido sustraer, por mucha sordera que hubiera podido tener, a la dramática escena que estaba teniendo lugar; habría llorado también o intentado calmar a su hija.  Había un marido, al que no oímos consolar a su mujer ni alentarla a silenciar un poco su dolor.  En un piso de 70 metros en los que convivían tres niños, un matrimonio y una abuela, ninguno de los sonidos habituales se oían esa noche.  Únicamente se oía el sonido desgarrador de una mujer sollozando una pérdida desmedida en un piso absolutamente vacío.
Al día siguiente, acechamos la salida de la pareja, o de la abuela, imaginando que tal vez alguna enfermedad rápida se había llevado de cuajo a alguno de los pequeños, que la madre saldría con los ojos hinchados y la cabeza hundida, que la tragedia que aún no conocíamos, habría llovido su ceniza sobre la ropa, las caras, el gesto, de todos los adultos.  Estábamos, involuntariamente, “en el secreto” y queríamos transmitirles nuestra solidaridad, nuestra empatía, consolarles con un abrazo, lo que fuera.
El encuentro se produjo normalmente, la abuela salió temprano a hacer la compra, la madre salió más tarde con todos los críos al parque, al padre se le oía la misma voz impaciente llamando por su nombre a los mayores a comer, los vallenatos de la hora de la siesta nos impidieron dormir la nuestra y ambos esposos nos miraban con cara de paisaje cuando nuestra mirada ansiosa y siempre a punto de preguntar les asaltaba en el rellano de la escalera.
Todo estaba en su sitio.
Una mujer de tragedia griega había habitado inexplicablemente nuestra casa de vecinos, llenándolo todo con sus lamentos de animal herido, apenas unos minutos, los suficientes para quedarse grabada en nuestra memoria, en nuestro armario de misterios, como una respuesta a una pregunta que nunca nadie hubiera  formulado.

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Loam Bart dice:

    Magnífico relato, y yo diría que alegato.
    Hay en él, a mi entender, una «clave» hábilmente inserta en el texto, en la frase: «Si digo que el llanto era un llanto culto», y una trágica ironía en esa otra: «Todo estaba en su sitio».
    Yo también oigo, cada vez más, la voz de esa mujer.

    Salud!

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  2. Anónimo dice:

    «… un llanto tan desconsolado porque ninguna voz intentaba apaciguarlo, la mujer gemía y gritaba sola, ninguna mano sobre el hombro, ningún sonido que acunara su angustia hasta el murmullo. Nada más que su dolor solitario de mujer amputada…»
    Ese mismo llanto o-culto, cada dia, cada noche, en lo cotidiano suma y sigue…

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