EL COLUMPIO PERDIDO


Hoy he paseado con mi perra por un parque vecino y he mirado, como siempre, con cierta nostalgia, el columpio infantil y solitario que me tienta cada vez que me aproximo a él. Me pregunto por qué una vez que se pasa la infancia se nos cierra la puerta automáticamente al derecho de elevarnos en el aire con ese vaivén que parece la antesala del vuelo, que airea el pensamiento y alegra el cuerpo a todo el que conserve un poco de niño en el armario.

El movimiento natural de cualquiera que ve un columpio en el que quepa su cuerpo, es acercarse y ocuparlo como quien se sienta en la cocina de la infancia a pelar judías verdes con su madre; y aún si no cabe el cuerpo, uno hace por ajustarse al pequeño asiento, con culpa, con cierta vergüenza y cabezonería.

Yo propongo un columpio multitudinario, adulto, con la debida distancia de seguridad, en cada plaza de pueblo, en cada parque público, en cada rincón apropiado. Los adultos, acostumbrados a la prohibición de las zonas de recreo infantil, se acercarían al principio con miedo al ridículo, ese miedo represor e imbécil que nos impide disfrutar de tantas cosas. Para muchos sólo haría falta un momento de soledad para aceptar la invitación de ese asiento con olor a irresponsabilidad, con ligereza de gorrión, que nos mece o nos deja mecernos a nosotros mismos, serenándonos, acunándonos por el mero y sencillo hecho de dejar de pisar el suelo.

Propongo pues, a ayuntamientos y comunidades la instalación de un columpio grande, de diez o doce plazas, con un cartel que diga “sólo para usuarios de más de treinta años”. Pondría unos en zonas transitadas y otros al abrigo de miradas indiscretas, bajo la sombra de parques retirados, porque hay quien no puede dejar colgado públicamente el disfraz que se pone cada día. ¿Se imaginan al notario sentándose a mecerse en el columpio entre firma de escritura y lectura de herencia? ¿Al bróker, al psicoanalista, a la presidenta de la comunidad, a la ingeniera? ¿No? Pues estoy segura de que si tuvieran la alternativa se acercarían a olvidarse de lo que son por un momento.

Nos hemos prohibido a nosotros mismos el hábito de jugar y hay una parte del alma que grita de ganas de poder volver atrás, de salir del camino impuesto por la circunstancia, de actuar por el mero placer de distraerse, de olvidarse de carreras, trabajos, obligaciones y currículums. Quiero volver al columpio. Un columpio en el que oír la risa del mundo, cuando el mundo ríe. Un columpio en el que hermanarse con el pájaro y las copas de los árboles. Un columpio vital al que aferrarse. Algo tan sencillo y tan vedado.

Columpiarse es despojarse del peso innecesario, extender los pies como si fueran alas de jilguero y coger impulso, agarrarse de la cadena, cerrar los ojos cansados y volver a ser naturaleza aérea.

¿Adónde fueron a parar nuestros columpios?

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