Profesor de filosofía en un instituto de barrio, con un rostro simplón, de barbilla huidiza y ojos saltones, era ese tipo de hombre cuya cara nadie recordaba nunca. Tenía una facilidad increíble para ensuciarse accidentalmente la ropa y a menudo llegaba a clase sin darse cuenta del manchón de pasta de dientes que le había escurrido por la camisa arrugada. Patológicamente tímido, luchaba día tras día con nosotros, adolescentes en una clase mixta de un instituto de izquierdas, en donde se sentía presa fácil, pájaro en campo de tiro, hasta el punto de sentir verdadero terror cada vez que entraba en el aula. Sabíamos que este miedo inasible le hacía visitar con urgencia el cuarto de baño justo antes de entrar en la clase y le soltaba el vientre, en una diarrea supersónica de la que salía sudoroso y derrotado, todavía más escuálido que cuando había entrado. Durante estos episodios, le imaginábamos rogando a todos los cielos que ninguno de sus alumnos estuviéramos allí y le sentíamos conteniendo la respiración, si sospechaba lo contrario, hasta que el silencio le daba ánimos para escapar de su escondrijo. Salía entonces, con expresión vagamente culpable, intentando recuperar la autoridad que su propia miseria humana se empeñaba en desmentir.
Aquélla mañana entró doblemente inseguro, porque venía del dentista y le habían puesto un diente frontal provisional que le hacía cecear un poco. La sensación de tener una prótesis en la boca, un elemento extraño, le hacía pasarse la lengua constantemente por el dorso del diente, reconociéndolo, haciéndose a él, comprobando sin parar que no era parte de sí mismo. Necesitaba tiempo para incorporarlo a su cuerpo, para dejar de percibirlo. Se había propuesto no hacer el gesto que llevaba haciendo toda la mañana, pero le fue imposible.
Yo estaba en su clase y me interesaba lejanamente la filosofía, pero éste no iba a ser mi personal maestro. Me daba lástima. Me parecía un hombre débil. Hoy, abría la puerta otra vez con esa expresión de perro dominado. Le miré entrar. Su aspecto intentaba disimular aún más que otras veces algún fallo. El felpudo invitaba a limpiarse los pies en él y eso fue lo que hicimos, yo incluido.
Como un banco de pirañas olimos la debilidad y atacamos la presa. No sabíamos a qué atribuirla, pero sentimos al unísono una especie de excitación colectiva desbocada. La abierta burla con la que le recibíamos cotidianamente se convirtió en una marea de bromas, voces entre filas, risas entre sexos y un asombro ante el poder que, como un sólo cuerpo, ganábamos sin esfuerzo alguno.
El profesor intentaba compartir su entusiasmo por la figura de Epicuro, inútilmente. Sus ojos de besugo jamás habían encendido la chispa capaz de quemar otra mirada, contagiando el interés por ningún tema, mucho menos por un filósofo presocrático a una caterva de adolescentes tan inseguros como él, pero del otro lado de la grada, del otro lado de la vida, aunque le separaran de nosotros apenas 15 años.
Con cada frase que él decía, saltaba alguna broma y el autor buscaba entre los demás, reconocimiento. Fernando y Javier, como siempre, haciendo uno el papel de cabrón y el otro el de cómplice educado, no paraban de preguntar estupideces a las que él contestaba, tomándoles en serio y cayendo en su trampa ingenuamente. Uno de ellos se dio cuenta del ceceo y se cebó con su víctima, imitando el sonido, ¿Ozea que el Jardín era una ezpecie de comuna?
El pobre hombre intentaba expresarse y alzaba la voz para acallar las nuestras, pero acababa de notar con pánico, una cierta debilidad en la pieza recién puesta y se veía en su cara el deseo de salir corriendo a esconderse, como un caracol a quien se le tocan los ojos, en el cascarón de su solitaria intimidad de funcionario. Pero faltaban veinte minutos para terminar la clase y los alumnos le hacíamos preguntas, fingiendo un interés por lo que maldito si nos importaba un rábano.
El barullo se hizo escandaloso y el profesor temía que entrara la directora de estudios a llamarle la atención: una vieja sádica que gustaba de humillar en público por igual a alumnos y profesores a su cargo. En un intento por retomar el poder que se le escapaba sin remedio, movió las manos con las palmas hacia abajo en un gesto de director de orquesta; no le hicimos caso. Se volvió a la pizarra y escribió las palabras “sensación” y “conocimiento” y las unió con una flecha insegura; al fondo de la clase se escuchó un sonoro “¡zenzación!” y redobló el cachondeo contagioso de carcajadas y silbidos. Terminando de rematarlo, Álvaro encendió el móvil y grabó la escena y siguió grabando hasta que el hombre, temblando de rabia, se acercó y confiscó de un manotazo el teléfono, dando lugar a una ola de protestas indignadas. Era el tipo de situación que a todos nos divertía pero se estaba saliendo de madre y lo sabíamos.
El profesor iba de un lado a otro intentando imponer la autoridad que nunca había tenido y parecía que iba a derrumbarse definitivamente cuando, con una cólera suicida, olvidándose en un segundo de quién había sido hasta el momento, escupió de golpe el rencor de todas sus diarreas en un rugido insólito que nos dejó sin habla “¡Zileeeenciooooo!”.
En mitad de este grito la pieza dental salió disparada, haciendo un grácil recorrido por encima de cabezas y pupitres, seguida de veinte pares de ojos, yendo a caer en el pasillo cercano a la ventana, con un sonido seco de canica, que se oyó gracias al silencio repentino que, por una vez en su vida, había conseguido imponer.
Al principio sólo sintió una ligereza en la boca y la violencia del momento le distrajo de entender el motivo. Nosotros miramos el hueco resultante y nos asomamos al pasillo para ver el diente.
Con un gesto femenino y trágico a la vez, como un actor de Kabuki haciendo de mujer, el profesor, comprendiendo, se cubrió la boca. Se agachó a recoger su diente y en un revuelo de vergüenza y humillación, salió casi corriendo de la clase.
Nunca más volvió a dar su asignatura. Nadie preguntó por él en dirección y cuando apareció una suplente la aceptamos sin más, como si el hombre feo y débil jamás hubiera sido. El episodio quedó enterrado por acuerdo implícito de todos.
Siempre tuve la certeza de que se había quitado la vida pateando una silla con una soga al cuello.
Pero años después le vi pasar por una calle. Hablaba a una mujer con gesto enamorado mostrando al hablar, una perfecta dentadura.
No sé muy bien por qué, pero confieso que respiro más tranquilo desde entonces.
cruel, pero quien a esa edad no fue alguna vez cruel?, tan bien escrito resulta un placer leerlo, me gusta
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Gracias Uberto, por tu comentario. Me alegra que te guste y que te hayas tomado el tiempo de leerlo, en estos tiempos facebookianos en donde uno no lee mas de dos lineas seguidas como si la realidad fuese un telegrama.
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Ojalá, Emma, la realidad fuese siquiera un telegrama, al parecer no es más que un «emoticon». Malos tiempos para la lírica…
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«El mundo de lo efímero es desmesurado, caricaturesco y grotesco. Pierde las proporciones y se ubica en el terreno de lo artificial y la simulación. Sus actores representan papeles intercambiables según el escenario y el público al cual se dirigen. Gelatinosos, amorfos, se escabullen entre los focos, facebook, blog, y páginas web. Sus caras son recurrentes, los vemos aparecer en la televisión pública y privada. Se reconocen entre ellos por sus enormes teléfonos móviles, arma arrojadiza para señalar en cualquier momento de su intervención, su último SMS o WhatsApp. No se escuchan, se insultan, hacen aspavientos, se interrumpen, producen ruido, pero se quieren, son ególatras, oportunistas y cuentan a su favor con un handicap social que les facilita su éxito mediático, la desarticulación de la ciudadanía política. Son un producto, como lo puede ser un lavavajillas, un desodorante, unas bragas o una hamburguesa. Sólo existen como objetos en las redes sociales. La revolución vía Facebook y Twitter. Constituyen una manada. Trabajan día y noche, no descansan. Solidarios entre ellos han construido una aberración social de la cual viven, reproduciendo las formas de dominio de un capitalismo complejo donde internet y las tecno-ciencias se han apoderado de la praxis teórica para negarla y proponer en su lugar un mundo de simulación en el cual desaparece la experiencia y la realidad. Zombis capaces de engullir la vida eliminando todo vestigio de alternativa política anticapitalista y radicalmente democratica». Marcos Roitman
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