Se agachó hacia la pequeña de apenas año y medio y la alzó con ternura con una sola mano, acomodándola en su pecho con un torpe ademán de hombre hundido. Acababa de aparcar a trompicones el coche con el que había conseguido llegar a la guardería a recogerla, tarde, como siempre, y con las trizas de su paternidad responsable en cada gesto, intentaba cruzar la calle dando tumbos, disimulando a duras penas el paso infirme, la indignidad de la borrachera cotidiana, la humillación a la que la vida le estaba acostumbrando.
La mano sujetaba a la hija con alarmada firmeza, como si llevara un cristal delicadísimo y el mundo se estuviera deshaciendo en terremotos, invisibles para los demás transeúntes que pasaban. Daba un par de pasos hacia adelante, esquivaba un abismo inclinando el cuerpo a la derecha y recuperaba a duras penas la verticalidad, imitando, sin querer, el histrionismo del borracho de teatro. La niña empezaba a sentir el miedo, con el que, por otra parte, había empezado a convivir y se agarraba con ahínco al cuello paterno en un gesto compartido con todas las especies de primates.
Su padre marchaba vacilante, esquivando hondonadas que se abrían, sin previo aviso, en mitad de la acera que llevaba hasta su casa. Pero jamás el camino se le había hecho tan largo como hoy, ni tan difícil. Las miradas se le clavaban en el cuello como las banderillas al toro mareado. Intentó acomodar mejor a su hija y dando un traspiés de bailarín consiguió recuperar algunos metros, hasta la entrada del parque en el que a veces acompañaba a su hija a los columpios. Un muro de apenas medio metro lo bordeaba cuesta arriba, un muro sin pintar, de cemento gris, sin pretensiones, del mismo gris del patio al que daba la ventana del mediocre salón al que volvía.
Intentó de nuevo andar, sin conseguirlo. La tierra se empecinaba en ablandarse y mantenerse erguido se le hacía cada vez más imposible. Perdiendo al final el equilibrio, buscó el apoyo del muro con la espalda y cayó al jardín al no encontrarlo, silenciosa y resignadamente, como si el hecho fuera un acto de justicia. Se quedó allí mirando al cielo, sin explicarse bien qué hacía en esa posición, sobre un césped magnánimo, siguiendo con los ojos algún vencejo que a esa hora buscaba en el aire su comida. No se estaba mal, aunque tuviera cerca el vago aroma a mierda de perro disecada. No le hubiera importado descansar así, en esa horizontalidad segura, algunas horas, incluso algunos años. El maletín de oficinista en paro había quedado un poco separado del grupo familiar, desvencijadamente abierto, inútil, penosamente vacío del proyecto de vida que un día había albergado.
Pero el llanto asustado de su hija, herida definitivamente su pequeña memoria, lo devolvió con urgencia a la caída. Parecía un hombre al que el estallido de una bomba hubiera ensordecido. Se levantó despacio, torpemente, estirándole a su hija la ropa y el orgullo magullados y rechazando la ayuda de varias mujeres que acudieron por la niña, buscó otra vez a tientas, la mano diminuta, entre la escandalizada bruma de preguntas “¿está usted bien?”, “¿necesita algo?” que oía lejanas, sin acabar de entender a qué se referían.
Recomponiendo la figura rota, retomó como pudo su camino. La niña le siguió tomada de la mano. Anduvieron callejón arriba hasta la puerta de su piso a pie de calle. Mientras el hombre buscaba en los bolsillos las llaves de su casa, la niña lloraba aún, discreta y mansamente.
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Más que leerlo, lo he visto y sentido. Ni cifras, ni datos, ni nombres, ni puesta en antecedentes… Sin embargo, y por ello, esta Caída refleja en toda su cruda magnitud la tragedia social en la que tantas personas están dolorosamente inmersas.
Salud, Red Emma
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