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Hay una mujer joven, brillante, imperfectamente hermosa, altiva, apasionada y apasionante, que nos mira, a mi marido y a mí con curiosidad y asombro. ¿Entonces, es real que el amor existe y se puede mantener con el paso de los años? ¿Es posible?
Yo me reconozco en ella, en sus dudas y miedos, en su personalidad, en su fortaleza vulnerable, en lo que fui. Es posible, le contesto.
El día que conocí a mi compañero de camino, supe inmediatamente, que por absurdo que pareciese (tenía 9 años más que él) íbamos a estar juntos el resto de nuestras vidas. O digamos que lo intuí. Pero fue él quien me convenció con una resolución sólida y ligera como un bambú. Tu y yo envejeceremos juntos.
Tenía mis dudas, por supuesto. Entonces la diferencia de edad era digamos, notable, yo tenía 37 y él 28. Pero a medida que pasaban los años esta diferencia se hacía más exagerada y mi seguridad como mujer tuvo – y sigue teniendo – que atravesar etapas difíciles y confrontar miradas y actitudes, incluso a veces insultantes. No me hicieron dudar ni un segundo, desde luego. Vivir con él, no sólo era fácil, era divertido. El diálogo con este hombre singular, luminoso y complejo, dentro de su sencillez aparente, era constante y la risa un pegamento instantáneo e indestructible, un loctite con el que recompusimos toda una vajilla de relaciones desastrosas que cada uno traía como ajuar.
Hoy, después de años de convivencia y alegrías, momentos problemáticos, alguna pequeña gran muerte, arruguillas, pelo cano y kilos de más; después de ser cada uno lo que es, con entera libertad, sin tener que moldear nada al gusto del otro, me doy cuenta de que no hay secreto alguno. A algunos les toca la lotería, a otros una belleza inapelable, a otros una educación suprema y a algunos la suerte de un compañero/a en el mejor y más absoluto sentido de la palabra. Tuve suerte, la tengo todavía.
Si acaso me viera forzada a elegir una cualidad que ayudara a conseguir una pareja perdurable, elegiría la libertad y a ser posible una falta de sentido melodramático. Libertad, porque sin ella, uno no es, sino que pretende o actúa para complacer al otro, lo cual resulta catastrófico para ambos. Falta de sentido melodramático, porque nada tiene demasiada importancia. Si uno se da cuenta de esta verdad, vivir se hace fácil. Discutir, inútil.
Recuerdo con amargura cuando dejaba de silbar o canturrear (soy muy cantarina) al lado de un egocéntrico e infantil compañero transitorio de viaje, porque según él, mientras cantaba no le prestaba atención, me evadía de la obligación de atenderle. O cuando intenté por todos los medios ponerme lentillas en lugar de gafas, porque a mi pareja no le gustaba con gafas. La oftalmóloga me dijo, con razón, “lo que tiene usted que cambiar no son las gafas, sino la pareja”.
Gracias al destino, le hice caso.
Todos hemos hecho estupideces y hemos caído casi en la pérdida de la autoestima por la ilusoria sensación de intensidad amorosa, de pasión, que como todo el mundo sabe y toda canción que se precie proclama, destruye al amante en un fuego extático en comparación con el cual la cotidianidad de un amor sereno y continuado parece más vulgar que una fregona.
Pues lamento tener que contradecir tanto poema. Nada hay más valioso que un compañero de viaje, con el que compartir vida, sexo, carcajadas, lecturas, llantos, familia, casa y perro. La felicidad es eso y se llama Carlos.
…que amable el amor, que hermosa la calma, que alegre la dicha! gracias
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¡Enhorabuena a ambos!
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Os quiero. Os estoy queriendo así: http://la-maleta-a-palabrada.blogspot.com.es/2013/10/la-felicidad-es-eso-y-se-llama-carlos.html
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Esperanzador 🙂
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