Es una lástima que una tenga ya colmillo de tigre de Malasia, pero los años sirven también para eso, para adivinar que tu jefe pondrá, en lugar de “accidente laboral” “enfermedad común” por joder, porque puede y porque limpiarse los zapatos en el felpudo del subordinado da gustito.
Este es el mundo que nos toca y del cual formamos parte. Y no es el peor que podría ser, ni mucho menos; para eso ya tuvimos el siglo XX de muestra, en el que millones de personas entraron en lo que puede considerarse una “locura colectiva” que llevó, entre otras cosas, a la admiración por el pueblo mas eficaz, disciplinado y culto del momento, que a continuación, se convirtió en el arquetipo de la pesadilla, en el mito del mal absoluto. No sólo ese pueblo se lució. Otros muchos hicieron otro tanto. Siglo carnicero y criminal donde los haya…
Yo no creo que el pueblo alemán llevara el gen invasor en su genética, ni el pueblo soviético el de la autodestrucción burocrática y policial, ni que los Jemeres Rojos fueran asesinos de nacimiento; ni los españoles, fraticidas vocacionales; ni los sudafricanos torturadores de negros desde niños. En realidad (y esto es una confesión filosófica) estoy convencida de que la especie humana es una especie animal (particularmente puñetera) que a veces, en sus mejores momentos, excepcionalmente, alcanza a ser algo más, algo superior, pero que cae de vuelta en la animalidad (por tanto en la inocencia de lo natural) el resto del tiempo. Una especie animal más inteligente que las demás, sí, pero una fuerza natural tan inconsciente como un huracán o una nube de pirañas.
Dicho esto, volvamos a la ilusión de la racionalidad, a imaginarnos como seres pensantes. Creo que hay épocas en las que se van cocinando a fuego lento circunstancias que terminan por perturbar la mente de los pueblos y la noción del bien y del mal que creemos que tenemos. Desde fuera, desde la barrera metafórica de pertenecer a otra época, uno se pregunta: “¿Cómo se pudo llegar a eso?”.
Hoy – no escurramos el bulto – nos tenemos que preguntar cómo un ser de la calaña de D. Trump puede haber sido elegido presidente del país más poderoso del planeta. Un ser metepatas, ignorante, traidor, agresivo, machista hasta el vómito, sin el más mínimo sentido de la ética, que ignora lo que significa la palabra vergüenza, que inventa la verdad que le conviene, que probablemente tenga una perturbación mental y que además (lo que le diferencia de los demás políticos) no considera que tiene que ocultar todas estas características, antes bien, hacerlas su bandera para ser vitoreado y seguido por la masa. Es como si los americanos hubieran liberado a un chimpancé agresivo en una estación de control orbital llena de botones rojos, verdes y azules con los que jugar y lanzar cohetes accidentales. El chimpancé puede ser inteligente, no digo que no. Hay muchos tipos distintos de inteligencia. Puede gritar, correr pisando todos los teclados para llegar a las bananas que le han dejado a través de la trampilla, jugar con las pantallas y los asientos, cagarse en donde le venga el capricho de hacerlo, copular con todas las monas que se le pongan a tiro y hasta aprender a usar la máquina de bebidas tras veinte intentos a base de golpes y patadas para llegar a las chocolatinas que intuye tras el cristal. Puede acostumbrarse a ser el dueño y señor de la estación, puede marcarlo todo con su orina, puede creer, en fin, que las instalaciones científicas están hechas por y para primates como él y hasta, dándole tiempo, darse cuenta de que pulsar un determinado botón, encenderá luces rojas y alarmas desorbitadas. Pero no dejará de ser un chimpancé zumbado. Y todos lo sabemos. Lo saben sus compañeros de partido. Lo saben el resto de los dirigentes mundiales. Lo saben sus funcionarios. Lo sabe el FBI y lo sabe todo aquél que pueda espiarle desde la platea. Que el hombre más poderoso del mundo sea un psicópata narcisista con peluquín y maneras de primate nos retrata. Y digo “nos”, porque si esto es un mundo globalizado, todos somos todo.
La locura de esta época hace que encumbremos a seres que son deleznables; que vivamos comiendo y usando productos que nos envenenan; que glorifiquemos una medicina que nos engancha en círculos viciosos de efectos secundarios; que creamos que la economía especulativa es un tipo de economía sostenible y no el desastre que es; que nos relacionemos a través de emoticones y no mirándonos a los ojos y que la miseria cultural con la que matan el tiempo los alienados por trabajos indignamente pagados, no lleve a otra cosa más que al deseo de que un chimpancé sustituya a toda la clase política que los tomó por basura y se cague en todo a su salud.
Sólo hace falta que el chimpancé se crea realmente su papel y cruce el límite que han cruzado todos los dictadores que le han precedido, para que lo ridículo se convierta en terrorífico.
¿Es que nadie va a inyectarle un somnífero y devolverlo al zoo?