EL SELFIE DE MENGARONI

 

¿Se imaginan a Leonardo haciéndose un selfie con Francisco I? ¿A Van Gogh y Gaugin sonriendo a la cámara con un vaso de absenta en la mano?
Yo no.  Pero es posible, quién sabe, si hubieran vivido en estos tiempos.
Lo que sí sé es que se hicieron poderosos autorretratos y éstos se los hicieron mirándose a un espejo.
¿Es un selfie un autorretrato?
 Supongo que para quien se los hace, es una manera de atrapar el tiempo, un intento de hacerse visible ante los demás, existir, ser apercibido. Se ha hecho desde el principio de los tiempos.  Desde las pinturas rupestres hasta Warhol el hombre ha intentado dejar una huella de sí mismo, por superficial que fuera.
Pero hoy somos demasiados, eso está claro. Y el selfie, lamento decirlo, no identifica, más bien iguala. Todas las expresiones nos parecen las mismas aunque los protagonistas cambien de foto en foto.
El móvil – ese objeto del cual apenas nos separamos para dormir – es un testigo sobornado de nuestra existencia. El espejo no.  En un espejo no podemos eludir enfrentarnos a lo que somos y nos analizamos en él como quien busca un germen a través de un microscopio. Bajo luces favorecedoras o asesinas, nos buscamos disimuladamente la esencia y nos encontramos el cuerpo, que cambia cada día, siendo, sin embargo, el mismo.  Pero somos algo más que nuestro cuerpo. Algo que se asoma desconfiadamente a las pupilas y registra cada poro, cada curva, cada sombra del “yo” reflejado en el cristal. Ese desconcierto y esa perplejidad, esa búsqueda, ese misterio, está en los grandes retratos de la historia.
El selfie, sin embargo, en mi opinión, es la banalización del yo, la máscara permanente, el maquillaje indeleble. El que nos acribilla con selfies no nos da de sí mismo más que una imagen construida, pasada por el filtro, aprobada por su autor para reflejar el éxito. Soy feliz, joven, me entretengo, tengo amigos. Nada nos dice esta foto de su historia, nada de su personal tragedia, nada de su sensación de fracaso, nada captado por sorpresa; no es nunca un error fotográfico ya que habrá borrado las versiones “malas” de sí mismo; no es, en fin, nada más que la vacuidad de una sonrisa que repite el gesto de moda y que provocará un “guapo” o “guapa” con muchas aaaas y muchos signos de exclamación, dejándole al protagonista una sensación placentera que tendrá que renovar pasadas unas semanas, a veces días, para sentirse de alguna manera, vivo. Que no se olviden de que existo.
Esto debió pensar Ferruccio Mengaroni, un escultor y ceramista italiano de los años veinte, que con la excusa de una exposición nacional en Monza decidió crear, en 1925, una obra con la cual pasar a la historia; una obra gigantesca con la cabeza de La Medusa como tema.  Siendo que no había móviles entonces y teniendo el ego algo crecidito, decidió hacerse un selfie colosal usando su propia cara para personificar el horrendo personaje de la Gorgona y dejar así su rostro en la memoria del mundo.
Después de posarse a sí mismo con mil expresiones delante de un espejo (que se cayó y rompió en mil pedazos; debería haber sospechado…) escogió la expresión más parecida a La Medusa de Caravaggio y se puso manos a la obra.
La pieza terminada y con embalaje, pesaba más de una tonelada. Un grupo de obreros esperó al artista para mover la obra, con un cuidado exquisito, hasta donde debía ser expuesta, bajo su vigilante mirada y siguiendo sus instrucciones.  Comenzaron a hacer rodar el inmenso círculo por las vías de madera que habían instalado a este fin.  Apenas habían empezado, cuando se oyó crujir una de las vías sobre las que se apoyaba, la caja se desequilibró y los obreros que tenían que sujetarla, viendo venírseles encima semejante mamotreto, huyeron como liebres dejando solo a Ferruccio, quien intentó a toda costa defender la obra de una destrucción segura, extendiendo las manos, en un exceso de optimismo, para frenar la caída y consiguiéndolo, porque ésta amortiguó el choque con un muro gracias al peso blando de su autor, a quien mató instantáneamente.  Hoy, su Medusa se puede admirar en el Museo Civici de Pesaro, en Italia, dando cuenta de la vanidad de Ferruccio, aplastado, literalmente, por su ego artístico.
El selfie le salió caro.
Personalmente, creo que hacer de la propia vida una obra de creación personal es una forma más permanente de dejar constancia de nuestra presencia entre la nada y la nada, que haciéndose un selfie (aunque sea de cerámica y mida dos metros de diámetro).  Somos lo que hacemos con nuestro tiempo y no lo que el tiempo nos hace.
El selfie no es mas que un autorretrato blando y prescindible del Narciso que llevamos dentro.  Puestos a eso, prefiero la furia de la Medusa de Ferruccio, aunque la admire, eso sí, a una prudente distancia, por si acaso…

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