¡Pero si sólo es un perro…!
Esta frase la oí a menudo con motivo del sacrificio de Escálibur, el perro de la enfermera contagiada de Ébola que afortunadamente, sobrevivió. Siempre me pregunté qué podía pasar por la cabeza de una persona que la dijera. ¿En qué éramos diferentes?
El amor de un ser vivo, sea humano o sea animal, es, sin duda, una riqueza. ¿Es menos valioso, menos intenso, menos enriquecedor el amor de un animal que el de un ser humano? Yo creo que no.
He leído que existen relaciones de todo tipo entre especies; La depredación (matar o morir de hambre), la simbiosis (imposibilidad de vivir separados), el parasitismo (una especie se ve beneficiada, la otra perjudicada), la competencia, el comensalismo (prestar ayuda sin esperar nada a cambio), la protocooperación (ayuda ocasional e inconsciente), el amensalismo (destrucción sin sentido de una especie por otra), el neutralismo (las especies no interactúan entre sí) . En todas estas relaciones, de lo que se suele tratar es de sobrevivir, o de una actuación accidental e inconsciente. ¿En qué apartado situamos la relación entre el perro y el hombre?
El perro consigue casa, comida, refugio ante las inclemencias, cuidados. En cuanto al hombre y descartando los perros que se tienen por motivos prácticos como el cuidado de rebaños, guía de ciegos, salvamento, etc, los demás, los que consideramos amigos, compañeros ¿Qué nos dan? ¿Por qué los tenemos y los alimentamos? ¿Qué necesitamos de ellos? ¿Podemos sobrevivir sin ellos? Si, sin duda. ¿Queremos vivir sin ellos? Yo no y muchas otras personas que conozco dirían lo mismo. ¿En que apartado de las relaciones entre especies podemos situar ésta? ¿Simbiosis? No, ya que ambos podríamos, sensu stricto, sobrevivir uno sin el otro. ¿Comensalismo? Tampoco, ya que sí esperamos una relación de amor, de amistad.
¿Será ésta la diferencia con el resto de las relaciones entre especies?
Ningún amor es absolutamente desinteresado. Cuando elegimos a la persona que amamos, buscamos en ella algo que nos complementa. Yo amo a mi pareja porque su alegría, su desenfado, su originalidad, su luz, complementa mi melancolía, mi seriedad, mi aparente normalidad y mi penumbra.
En la relación entre hombre y perro se da algo parecido.
En mi caso creo firmemente que mis animales me dan paz y me protegen como una toma de tierra metafórica, que me conecta de un modo sereno con mi futura muerte. Duermo a veces pegada a mi perra y su única pata delantera me sostiene la cabeza delicadamente, como queriendo quitarme las responsabilidades que pesan como losas, por un rato. Huelo la tierra que pisan sus gastadas almohadillas y nada en ellas me parece sucio. Sus ojos de trigo y uva me miran con una complicidad que me sorprende y me pregunto si el ser que la habita me ha elegido de alguna manera misteriosa y sí, lo confieso, me refugio en su mirada limpia de la complicada miseria de los hombres.
Ahora resulta que intercambiamos, según un estudio científico reciente, oxitocina cuando miramos a nuestros perros a los ojos. Yo preferiría pensar, como Unamuno, que veo algo trascendente y limpísimo en los ojos de mis perros. Me dan cierta pena las personas que no han experimentado esta sublime ternura, como me dan pena los analfabetos, los ciegos, los sordos, los que no entienden la empatía, lo que carecen de imaginación. Son, para mi, distintos tipos de minusvalías que empobrecen la realidad de quien las sufre.
Cuando fui de au-pair a Inglaterra, hace treinta años, aterricé en la casa de unos cafres que no tenían más que un libro en toda la casa y que me hacían “peinar” la alfombra con un dibujo especial que no podía pisarse después. Eran unos pobres diablos con muchísimo dinero. Tenían dos hijas y una de ellas le preguntó una noche a su padre “Daddy, when I die, can I take my toys with me?” Pregunta que se me quedó clavada como una pica en el territorio de mi memoria y que define el comportamiento de muchos, que sí creen que podrán llevarse sus juguetes a la tumba.
Pues lo lamento, pero no nos llevamos más que los amores, los recuerdos, las satisfacciones, los logros y la autoestima a la tumba y aún esos se diluirán en un compost telúrico del que, tal vez renaceremos vegetales.
De entre los seres que más me han amado, el recuerdo de por lo menos cuatro pares de ojos perrunos y enamorados, me arropará algún día decisivo e insignificante a la vez, y quien sabe, tal vez le dé un color más vivo a la flor o enredadera que seré con suerte.