
Nada permanece inalterable, salvo el cambio mismo. Las relaciones humanas cada vez me parecen más complejas y a la vez mas repetidas. La historia también.
El ruido va subiendo como en un atasco de la calle Atocha. Mi sobrina vive donde yo vivía y se enamora como yo me enamoraba hace apenas unos años. Mi sobrino se va a la India a hacer voluntariado. Sus mundos y sus ojos son nuevos, vibrantes, originales, exponencialmente ricos. Pero creen que tienen tanto tiempo para probar y equivocarse y uno sabe que no, que apenas pones el pie en la nave se cierra la compuerta y de repente acelera a una velocidad supersónica sin avisar y sin dejarte apenas apretarte el cinturón. A través de la ventanilla uno ve pasar una repetición de historias, una tras otra, todas parecidas, todas diferentes y aumenta la distancia a velocidad de vértigo. Uno intenta gritar a los de abajo, los que vienen después, avisarles, pero nadie oye nada y es más, ya casi ni nos ven. Así que uno, una mejor dicho, se vuelve y descubre la nave desde dentro; esto es lo que hay. Habrá que acostumbrarse a la velocidad y a este cubículo y sacarle partido y cuanto antes mejor, porque corre que se las pela el condenado…
Así que investigo este cohete existencial en el que viajo: toco cada botón, cada resorte, abro armarios, miro el frigorífico. Me doy una vuelta en el aire a cámara lenta y salto ingrávida tres metros, sin peso por fin y sin esfuerzo en este cósmico pisito que me han adjudicado. Si algo se aprende con los años es que la tristeza no merece la pena. Vivimos poco para invertir capital en melancolía y quedarnos pegados a la ventanilla llorando lo que quedó atrás. Cuando intuyo el lado oscuro de este viaje, tomo aire y me sumerjo en el luminoso, que es el creativo, observando cada placer, como se observan las criaturas fantásticas del fondo de un océano; la catarsis de ser uno y trescientos, de cambiar de máscara y disfraz, de jugar al juego de las sillas y probar una diferente cada vez que suena el silbato. Jugar, en fin. Mientras se pueda.
A medida que la nave navega, valga la rebuznancia, me voy haciendo más egoísta, eso es verdad. Ya no quiero ponerme los trajes raídos de los demás, los que les vienen grandes o pequeños. Cada quien eligió el suyo y si no lo eligió y le fue impuesto, soy demasiado insignificante para cambiarle el rumbo a ningún destino. Ahora sólo quiero amasar barro los Jueves, escribir sin censuras para algún lector accidental y lento; leer yo misma buena literatura y filosofía; charlar con el amigo que envejece conmigo sin careta; dormir con el amante en el que me acurruco como un gorrión noche tras noche, cantar de cuando en cuando, leer poesía en voz alta y seguir imaginando que un día viviré en Francia y que iré al mercado en bicicleta. Y eso es todo. Lo demás se me ha ido desprendiendo a trozos por el camino, como una carcasa superflua e inútil. Mi ambición fue siempre íntima y la he cumplido a mi modo y sin testigos.
Ha habido algún dolor, pero no muchos. Una vez sacudido el polvo de la ropa, habiendo asimilado que podría haber sido peor, la vida sigue y mañana es Sábado otra vez. Así que crear, jugar y amar siguen siendo mis verbos favoritos.
Camino al universo, quiero probarme todos los disfraces de la tienda, explorar otros placeres y otras vidas; por si me dan otra oportunidad, aprovecharla.
Beautifully written, Red Emma. «Habrá que acostumbrarse a la velocidad y a este cubículo y sacarle partido y cuanto antes mejor…» You reminded me of the Judy Collins song, «My father always promised us..» although the situation is different: that's one of the negatives of not having children – you can't deposit your dreams in them. But you, I suspect, are still young enough, and have made enough right choices, to enjoy that voyage in space, and enlarge the cubículo from inside. Without losing tenderness (where it is earned), don't let present circumstances let in the almost absolute zero from outside.
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