EL ENCUENTRO

Archivo de voz «El Encuentro»

Dosmildoce estudió minuciosamente su cara en el espejo.  Esperaba, como un cazador, sorprender el indicio de algún cambio en su cuerpo, en su piel, en el todo en el cual se reconocía como ser humano. El juicio matinal que se hacía, había sido, durante toda su vida, encarnizado.  No había piedad en el análisis del terreno que escaneaban sus ojos aterrados.  Buscaba el germen de la madurez que temía como una enfermedad contagiosa, de la cual podría, seguramente, desembarazarse de descubrirlo a tiempo. Cada mañana, una vez pasado este examen minucioso, respiraba más tranquilo, ya que jamás había descubierto, hasta hoy, al responsable visible de lo que consideraba el temible pecado de envejecer.

Hoy había encontrado algo diferente, algo que, del otro lado del espejo, le había devuelto una imagen cambiada imperceptiblemente.  Presa del miedo, había encendido todas las luces y se había aproximado, se diría que hasta con ira, al espejo, como si éste le hubiera traicionado, finalmente, después de tantos años de intimidad compartida. Pero no consiguió acorralar el pliegue, la arruga o la sombra culpables de esta sensación de ser otro, un hombre más viejo que el que había sido ayer.  De cerca, todo parecía normal.  La piel seguía lisa al tacto, no tenía ojeras debajo de los ojos, las mejillas eran sedosas pero muy masculinas, la mandíbula y el hoyuelo de la barbilla tan seductores como siempre.  ¿Qué había pasado? ¿Cuándo?

Tresmiltreinta sonreía a menudo para sí misma mirándole mientras hacía sus gestos frente al espejo del cuarto de baño.  Su hijo era guapo, despreocupado, lleno de energía, seguro de sí mismo hasta la exasperación; pero estaba obsesionado con su cara de ángel adulto. Un Narciso moderno.  Ella, en cambio, había atravesado la vida eludiendo el encuentro con los cristales y espejos como si fueran cepos a la caza de su autoestima; siempre había sabido que era insignificante, desde que era adolescente había tenido la certeza de que jamás experimentaría la sensación de sentirse deseable. Había sido amada, sí, una vez, por su marido. Un amor sólido, espeso, que casi la había asfixiado con su fiabilidad. Pero nunca se había sentido envuelta en esa especie de nube húmeda, perfumada, al mismo tiempo perturbadora y euforizante del deseo masculino general. Así pues, no tenía nada que perder envejeciendo, y a punto de cumplir los sesenta, podría decirse que se sentía muy bien en su propia piel. Era una mujer llena de recursos, que utilizaba sabiamente, haciendo de cada día un tiempo aprovechado.  El aburrimiento era una sensación que sólo había experimentado en compañía de algunas personas (incluyendo a su hijo) pero jamás a solas, la vida era un aprendizaje constante y poseía la capacidad de terminar por amar lo que tenía que aprender.  Sin duda había cosas que le atraían más que otras, pero sus intereses eran tan diversos que su entusiasmo no se saciaba nunca.  Gracias a la pensión que recibía como viuda de un alto cargo de la banca, podía permitirse el lujo de llamar a la puerta de cada una de sus curiosidades.  Se podría decir que era una mujer feliz, al menos consigo misma.  Pero su hijo era su contradicción vital.  Se maravillaba al verle tan diferente a ella, como un pájaro sublime que le hubiera salido del cuerpo de una zancada elegante y grácil, perteneciéndose únicamente a sí mismo. Y sí, aunque le costaba incluso admitir el pensamiento, tenía la certeza de que no le quería verdaderamente, o mejor dicho, su hijo era para ella, un íntimo extraño que habitaba su vida. No compartían en realidad más que la azarosa relación familiar.  Eran madre e hijo como podrían haber sido esos vecinos con los que uno se cruza en el ascensor y a quien uno dice “buenos días” pensando en realidad “hay que comprar huevos y pan…”. No obstante ocultaba esta certidumbre y simulaba quererle con un amor convencionalmente maternal.  Ni siquiera a Dora, su hermana, se lo había confesado.  Lo había dejado entrever en alguna conversación, pero jamás se había atrevido a decir, “no sé quién es mi hijo y me importa un pepino, realmente ese ser hueco, vacío y engreído”.

Y es que Dosmildoce había experimentado desde su infancia, esa especie de orgullo gratuito de los guapos. Había conquistado desde siempre, la admiración de los demás sin esfuerzo alguno y esta victoria banal, le había persuadido de su pertenencia al grupo de los “elegidos” a los que jamás afectaría la bajeza moral de ver degenerar sus rasgos perfectos con los años. Alguna vez pensaba en la ausencia de belleza de su madre, en el riesgo de haberse parecido a ella en lugar de a su padre, pero espantaba la mosca fea de este temor retroactivo, razonándose que le había sido adjudicado el destino de salvar el linaje estético de su familia.  Hoy, una sospecha insidiosa había invadido su pensamiento y había quebrado discreta, casi delicadamente, el muro de su confianza. Una pequeña grieta insignificante, pero que afeaba con su interrupción minúscula la perfección a la que había estado acostumbrado. Sin querer saber…sin acabar de saber lo que le perturbaba, puso ese día un especial cuidado y refinamiento en el proceso de vestirse y arreglarse para ir al trabajo, intentando con ello esconder las cenizas que la sospecha había espolvoreado en su espíritu.  No podía ni imaginar siquiera (tal era el horror que le producía) vivir sin el escudo, el blindaje de su belleza, y esta mañana, por primera vez en su vida, solo frente al cristal que le había reflejado, había sentido miedo; un miedo gigantesco como una catedral gótica, pero indefinido, amorfo, anónimo. Una nada que de golpe, demolía todo el edificio de sus certezas.  No era la muerte lo que le asustaba: ésta aún no tenía una presencia real en su vida cotidiana.  Le asustaba, se empezó a dar cuenta, dejar de ser querido, o mejor dicho, tener que ganarse el amor si su belleza no se lo procuraba.  No estaba acostumbrado a ello.  Y estaba absolutamente convencido de que si la perdía, no quedaría nada de sí mismo susceptible de ser amado.  Su mundo se desharía como una estatua de hielo en una fiesta de verano. Esta imagen le resultó tan vívida que le dio la sensación de ir desapareciendo en su propio traje a medida que se acercaba al salón para despedirse de su madre.

La encontró, como siempre, leyendo en su butaca vieja preferida. Se agachó para llevar a cabo el ritual, un beso inexistente en la mejilla y un desafecto mutuo mal disimulado.

Pero por primera vez, sin embargo, esta mañana, al agacharse a besarla, la miró de frente y su recién inaugurada inseguridad, su vértigo, su percepción del tiempo y del vacío, buscaron desesperadamente apoyo en ella.  La madre, recibió el gesto, lejana, como siempre, pero, madre al fin, percibió el miedo como una loba y levantó la cabeza, oteando en el aire la transformación del hombre acobardado, devolviéndole la mirada con interés, descubriendo por fin, una minúscula brizna del hilo con el que descifrar el laberinto del hijo, que creía vacío y perdido de antemano.

Se miraron un segundo más de lo normal.

“Hasta luego” murmuró el hijo.

“Encantada” respondió la madre.

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