Tengo en mi terraza un par de plantas artificiales que adornaban el piso de mi madre y que rescaté de la basura por bien imitadas. Las puse entre las otras, las naturales, porque siempre están florecidas y le daban un aire más primaveral a mi mini jardín cuando el frío encogía a la mínima expresión a las demás. Cada vez que regaba las plantas naturales, me saltaba, por razones obvias, las ficticias. Pero soy una sentimental y algo en mí se rebelaba a excluirlas de mi cuidado diario. Era como si estuvieran castigadas sin motivo. Como si me dieran sus bien imitadas flores de regalo y a cambio yo las apartara de mi cariño vegetal.
Idiota que soy, empecé a incluirlas en el riego disimuladamente. Jugaba a creerme su papel.
Toda la primavera he regado estos brezos artificiales como he regado los jacintos que después me han regalado el asombro de su perfume. Para eso los planté. Los jacintos han florecido y han muerto, dejando un sólido recuerdo de su excepcional aroma. El milagro de su crecimiento llenaba de esperanza cada mañana y su inexorable deterioro me dejaba un poso filosófico en el que, como algunos en los del café, yo leía mi futuro. Su floración y su declive me hacían pensar.
Las plantas ficticias siguieron inalteradas el paso de la primavera al verano, pero he de decir que parecían algo más, cómo decirlo…alertas. Lo achaqué a mi capacidad de ponerme en los pies de los seres diminutos, de imaginarme ellos, de animar lo inanimado. Pero bueno, más limpias sí que estaban, eso era indiscutible. Me gustaba jugar con la descabellada idea de ver crecer lo imposible, de descubrir un día un pequeño tallo nuevo de brezo, contra todo pronóstico, contra toda lógica.
Pero no, la vida es transición. Sólo es un milagro el aroma del jacinto porque se pierde, se escapa, es inasible. No nos bañamos en el mismo río, porque ni el río ni nosotros permanecemos iguales. Mis pobres brezos artificiales lo saben, saben que les falta esa chispa. Como esos pobres desgraciados que se operan mil veces la cara para no cambiar y terminan, mal que les pese, cambiando, borrando su propia imagen, convirtiéndose en seres extraños a quien los conoció como salieron de fábrica, mis plantas de plástico saben que su materia jamás podrá habitar memoria poética alguna.
Eso sí, mis jacintos hace tiempo que no son y apenas quedan unos jirones de las hojas que los sostuvieron. Tendré que sacar los bulbos y ocultarlos en algún lugar fresco y oscuro para el año que viene, ya que con suerte, volverá a renacer el misterio. Los brezos siguen haciendo bulto en la terraza, no les comen los pulgones, no vienen las abejas a robarles el polen con ese fervor enamorado propio de su especie, no se mustian cuando el agua es mucha o es poca. Están exactamente igual que el día que los traje.
Yo los sigo regando, por cariño, pero es inútil; como Jean-Baptiste Grenouille, nacieron sin alma y lo que es más triste, sin aroma.