
En el edificio hay ventanas por las que, por alguna razón que desconozco, no parece que entre la luz, como si al llegar al cristal se lo pensara mejor y desviara su trayectoria discretamente, buscando a los niños del parque y a los adolescentes que juegan al fútbol al lado del infierno.
En el edificio se empieza habitando las alturas, que es donde están los más independientes y mes a mes, unos antes, otros después, se va bajando hasta la primera planta, (la planta de los que han decidido borrar la realidad e inventarse la suya propia) de donde no se sale, en donde hay que pedir la llave para poder escapar por un ascensor que nos recuerda constantemente que algún día se cerrarán sus puertas frente a nuestras narices y nos quedaremos dentro, mientras otros saldrán al fresco de la calle, como nosotros, con un suspiro de alivio en la sonrisa.
En el edificio los hay que saben ser felices, a pesar de todo. El hombre tiene esa insólita capacidad a veces. Son los que miran hacia fuera de sí mismos, se crean un invernadero hospitalario en su habitación de geriátrico y siguen interesándose por la lectura, por el compañero de piso, por la planta que hay que regar y se bajan a tomar un cafelito con Manolo olvidándose de las goteras propias un momento.
En el edificio jamás pisa el pie del dueño, ése que calcula que con tres auxiliares por planta se pueden lavar 30 traseros sin descanso escuchando los gritos de demencia hasta las ocho de la tarde, por, digamos, 800 euros y va que chuta, que esta gente encima viene exigiendo como si España fuera su propia casa. Los ancianos y el mejunje que les da en lugar de café, decidirán el coche que encargará el mes que viene y la reforma que su mujer ha diseñado con mármol travertino en los baños de invitados. “Yo me he hecho a mi mismo”, le escupe su conciencia al dueño del geriátrico, mientras se aprieta el nudo de corbata en el espejo, poco, demasiado poco en mi opinión.
Entre las auxiliares hay de todo, mujeres altas, bajas, alegres, angulosas, tiernas, eficaces, fuertes, sentimentales, extrovertidas, fieles, traicioneras, de todo. Pero en general se les adivina una alegría opaca, deslucida: incluso las jóvenes han visto demasiado. Extranjeras en su mayor parte, atienden con paciencia oceánica las miserias de los padres de los otros. Se las ve salir, erosionadas, a fumarse un pitillo en la cera de enfrente, para recordar que la vida sigue ajena al Edificio. Da la impresión de que necesitaran tomar aire, como delfines, para poder sumergirse de nuevo en el mar de la vejez, del que se desprende un olor que se les pega en la ropa y que intentan quitarse con agua caliente y gel de baño exótico, cada vez que se duchan, para que el marido, el amante, el hijo, no huelan aún la muerte en sus mejillas.
En el edificio hay una capilla hecha de contrachapado imitación madera con un crucifijo barato muerto de asco en la pared (la vejez no es laica, presuponen) en la que apenas entra nadie, porque el Edificio les ha quitado la fe, si la tenían. Los viejitos se arremolinan en cambio cerca del comedor que es lo único que divide con sus ceremonias, la enormidad de horas que tienen que atravesar cortando a machete las lianas de la decrepitud. La comida, la merienda, la cena, el desayuno y otro día más…o menos. Las actividades son nulas o de pago. Un bingo aquí, una rehabilitación allá, sus caras se mueren de aburrimiento además de vejez, sentados en sillones de plástico, hundidos éstos también, como sus dueños, hastiados de televisión y gelatina.
En el Edificio los que se duchan solos intentan resistir como jabatos por no acabar entre las manos de las que tienen que lavar a veinte o treinta abuelos antes de las 9:30 que empieza el desayuno. No es tiempo de ternuras o respeto. La dignidad es algo que se deja en recepción junto con la tarjeta sanitaria original. Hay que desnudarse y deprisa y el agua que sale fría primero y quemando después y uno que querría seguir arrebujado entre las sábanas y abra las piernas Marti, y no se queje, ¡ que se queja usted de todo hombre de Diós!
Cuando paso de noche frente al Edificio y miro la ventana tras la que habitan mis progenitores, se me posa un cuervo de angustia en la garganta y pienso en la doctora que ha recetado buscapina para una persona invadida de metástasis y en la auxiliar que empuja a mi padre a la ducha cada día. Aunque, justo es decirlo, también los hay, y muchos, que trabajan con ternura, como si cuidaran a sus propios abuelos, multiplicados por cien como los panes y los peces.
Si existiera un Cielo (que no existe), deberían tener un asiento reservado y una carroza de cristal esperándoles del otro lado de la vida; de momento y tal como está el patio, con tener un contrato se conforman.