El Hartazgo de las lobas

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Me complace saber que uno de los miembros de la infame manada (no me da la gana escribir la palabra con mayúsculas) ha intentado renovarse el pasaporte para salir de España. Es un buen síntoma. Quiere decir que se siente mal paseando las calles que recorrió como depredador carroñero. ¿Qué es si no un hombre que reconoce los síntomas de una borrachera en una mujer joven y en lugar de protegerla la acorrala con sus cuatro gorilas compañeros para aprovecharse de la chica como de una muñeca hinchable?

Nuestros jueces, por el contrario, son el escalafón más alto en materia de moral. ¿O no?

Creer esto sería ingenuo, nuestros jueces no son sino señores y señoras de negro que deciden de acuerdo a unas leyes que, en materia de violencia sexual, están claramente obsoletas y que castigan violaciones y abusos con penas que, como poco, deben ser revisadas al alza. El caso de la manada lo deja bien claro. Un abuso sexual continuado sin la aquiescencia de la víctima. Así lo calificaron los mismos jueces.

Un abuso continuado de estas características DEBE SER CONSIDERADO VIOLACIÓN y no hay más. Hay que cambiar la ley.

La víctima va a recurrir. Pero todos los demás también tenemos que recurrir. No porque no hayan hecho bien su trabajo los jueces, sino porque la ley somos todos y la decidimos con nuestra indignación, con nuestras costumbres, con nuestro modo de evaluar el bien y el mal. Las leyes no son sino convenciones decididas por todos, que después los legisladores ponen por escrito. Así se ha legalizado el aborto, el divorcio, la eutanasia etc. Si la sociedad cambia, la ley cambia. Para bien y para mal.

La manada no sólo son los cinco descerebrados que acorralaron y violaron a una chica en un portal. La manada también es el director de la oficina de correos, que reparte las chapas contra la violencia de género gritando: ¡A ver! ¿Quién es el maricón que quiere una de éstas?

La manada era mi padre, me duele decirlo, cuando me contó cómo se reía al oír la paliza que le dio mi tío a mi tía en la habitación de al lado, cuando volvió de haber servido en la II Guerra Mundial y se enteró – por él – de que su mujer le había sido infiel. Por supuesto mi tío también le había sido infiel a su mujer, pero eso se medía con otro rasero: el de la manada.

La manada también era mi abuelo, que manoseaba a su hijastra de diez años, cuando su esposa se iba dando un portazo después de alguna discusión de pareja. Pero también mi abuela, que al enterarse años después le gritó a mi madre con rabia: “¡Antonio sólo me quiso a mí!” encolerizándose con quien fue víctima, no con quien fue abusador.

Manada era mi vecino del segundo, que en paz no descanse, que cuando teníamos siete, ocho años nos paraba en el portal para darnos chuches y con esa excusa nos sobaba las tetas incipientes.

Manada era el individuo que me atacó una noche que volvía sola de un cine de madrugada –el amigo con quien fui no consideró oportuno acompañarme -. Yo no venía borracha, era un hombre solo, pude defenderme con patadas y puñetazos y salí huyendo aterrada del portal en donde había pretendido encerrarme. Lo denuncié en comisaría. Lo conté a mis padres. Lo primero que preguntaron, siguiendo la lógica de la manada fue “¿Cómo ibas vestida?”.

Con todo esto quiero decir que la manada somos todos, porque todos decidimos si un gesto, una ropa, un límite, una actitud, son suficientes para justificar un ataque, un asalto sexual. Lobos y lobas por igual tenemos la capacidad de ir cambiando al grupo.

Aunque no podamos cambiar una sentencia que se dicta según las leyes en vigor, sí podemos gritar hasta quedarnos sin voz contra el status quo. Esto terminará por horadar la tranquilidad de la jurisprudencia como un teléfono que no para de sonar y sonar y sonar, hasta que alguien tiene que responder finalmente para recuperar la paz en la oficina. Aunque no tengamos todos los datos de este caso como para opinar si, de acuerdo a la ley, hubo o no hubo violencia, nuestra noción de lo que es violencia, como sociedad, ha cambiado.

Las leyes de la manada las deciden todos los miembros del clan.

Y las lobas estamos hartas del mordisco en la nuca.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Fer dice:

    Un texto tan duro como necesario. Siento mucho tus terribles experiencias con cierto tipo de animales con los que comparto especie y sexo. Me repugna y me uno a las lobas, sin piel de cordero.

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