Érase una mujer a una nariz pegada

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foto: S.Sue

Escribir sobre un olor es complicado.
¿Cuántos olores puede uno recordar que hayan marcado la memoria como para resucitar en adjetivos?
El olor a semen y a sangre serían los olores primigenios para cualquier mujer si fuéramos honestas con nosotras mismas. El uno huele a sal, a huevo pegajoso mezclado con yogur, a sudor y a siesta de verano, a fin, a siembra, a leche agria, a sexo; la otra a tierra removida, a dulce putrefacto, a vida o muerte según el tiempo que haya sido expuesta al aire, como un caracol que se seca desnudo de su cáscara; a sexo también, a vergüenza adolescente, a grito y a dolor, a nada comestible.
El olor a pan caliente. El olor a coliflor recién cocida que se parece tanto al de una rata. (No lo digo por decir, es verdad que huelen parecido. De hecho descubrí por el olor, que me estaban entrando ratones en mi piso madrileño). El olor de las tartas de sobre que hacía mi padre norteamericano en las tardes de domingo, mientras nosotras jugábamos al julepe con mi abuela.  El olor de la caja azul de «Maderas de Oriente» con la que ésta se empolvaba la nariz y las mejillas, mientras nos desplumaba de la paga semanal, como si jugara con adultos. El olor de una alfombra recién estrenada. El olor repugnante de la casquería hervida con la que alimentábamos a los perros de mi madre antes de que existieran los botes de Pedigree que huelen directamente a mierda.  Olores dulces y domésticos, pestilentes y domésticos también, que anclan la infancia firmemente al malecón de una historia y unos personajes.
El olor a pelaje mojado del perro que uno quiere. El olor de la lluvia cayendo sobre el suelo caliente de Madrid. ¿Como se describe eso? El olor del papel de los cuadernos en las tiendas antiguas de Elizondo. El olor a leche quemada o a arroz con leche, dos caras de una misma moneda blanquecina.  El olor del azúcar tostado que la lengua buscaba y temía al mismo tiempo. El aroma táctil del azúcar de algodón. El sospechoso olor podrido y rancio de los puestos de carne del mercado. Los olores a madera y a especias de la tienda de ultramarinos en la que compraba mi abuela el pimentón.
El olor del uniforme de mi padre, el olor de su bata y la colonia que se daba (Old Spice o Acqua Velva) cuando lo que veía en el espejo aún era él. Impoluto, afeitado, limpio y eficiente.  El olor puntiagudo de la «permanente» de peluquería. El olor a quitaesmaltes, poderoso y tan inconfundible como el del Cristasol con el que se limpiaban los cristales, los espejos y la vida de la casa. Olores absolutamente reconocibles como una foto de carnet de la materia en cuestión.  No hacía falta ser profesional para saberlos.  Olores datados, olores de un momento, aromas que otros no olerán jamás.
Para describir un olor hay que tirar fuerte de una madeja enredada de sentimientos, imágenes, paralelismos y metáforas.  Uno tira de una punta y poco a poco y con esfuerzo se va sacando el hilo con el que recorrer hacia atrás la entrada al laberinto. Están tan claros en el archivo olfactorio como en una biblioteca nacional los tomos de Galdós.  Pero vestirlos de palabra es otra historia y hasta Luca Turín que presume de vocablos con los que describir un perfume (como quien pincha una mariposa y la conserva enmarcada en el salón) recurre a sensaciones, anécdotas, momentos que resultan mucho más locuaces y expresivos que las descripciones de un licenciado en química.
Yo quiero entrar en ese mundo fugaz pero insistente de los aromas. Quiero conocer sus palabras y sus diccionarios. Quiero recorrer sus palacios y sus cuevas.
Este verano he visitado Grasse.
Y sí, después de emborracharme de fragancias,  de sentirme la más gata de todas las mujeres, enamorada del lujo que implica un buen perfume, he decidido que ya está bien de olores conocidos. Quiero abrir el horizonte de esta nariz, que (por desgracia) sigue creciendo en longitud hasta el final de nuestros días. Puestos a oler, olerlo todo; especialmente las cumbres de los grandes artistas de este arte efímero. El olfato ha sido la cenicienta de los sentidos con los que me equiparon al nacer y como tal ha trabajado sin descanso sin ser reconocida. Pues eso se acabó.
Quiero darle a mi nariz la vida que merece.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Loam dice:

    …el olor de la goma de borrar «milán» y el de las virutas de los lápices recién afilados, el olor a trementina y óleo del taller de pintura, el olor de aquellos «tocadiscos» mecánicos…

    Me ha encantado tu escrito. Me ha evocado tantos momentos pasados…

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