Nada me había preparado para esto.
Nadie me había dicho que los años traían además de arrugas y kilos un peso feroz sobre la espalda de la existencia. Nadie me lo había susurrado al oído o tal vez sí y no presté atención. Esas cosas les pasaban a otros. La vejez de los padres era algo abstracto y ajeno en lo que uno no pensaba jamás. Pero al doblar la esquina de los cincuenta me pusieron un saco de arena en el cuello y a mi marido, por solidaridad, otro. Mi hermana también recibió el suyo. Nos quedamos algo sorprendidos todos, pero bueno, aceptamos el hecho y seguimos recorriendo el camino elegido. La sorpresa fue que a los pocos meses alguien nos colgó un segundo saco que ya empezó a resultar molesto y por el que nos quejamos indignados alzando el tono para que nuestra protesta llegara al destinatario pertinente. Caminar se hacía más dificultoso con el peso extra, además del que nuestras propias vidas habían ido creando cada día. Pero seguimos adelante. Tanto mi hermana como nosotros dos, somos personas alegres y emprendedoras, podría decirse, así que no nos acobardamos ante tan poca cosa. Íbamos, si, más despacio, los pies nos pesaban más, el tendón de Aquiles protestaba y aparecieron goteras por aquí y por allá que fueron subsanándose con rehabilitación y operaciones que me redujeron la talla del sujetador asimétricamente en un abrir y cerrar de ojos.
Los sacos, en definitiva, se amontonan sobre nuestras espaldas doblándonos cada vez más. Se llevan resignadamente: es ley de vida. Pero a veces sueño que puedo llorar a mi padre de una vez por todas y puedo hacer que cuiden de mi madre especialistas a los que la distancia emocional les impida la indignación que provoca en nosotras su carácter agrio y demencialmente egoísta.
Pero a la mañana siguiente abro los ojos, oteo el aire y sé que siguen aquí, como el dinosaurio del cuento de Monterroso y sé que no debo escribirlo y mucho menos publicarlo, pero, francamente, no me quiero levantar…