LA SANTA SEMANA

Hemos “perpetrado” la «Semana Santa».  Las procesiones no han dejado de aparecer en la televisión, (no he estado en casa y por eso hablo de este aparato estúpido) en todas las cadenas, en boca de todos los presentadores que intentaban decir algo interesante sobre estas ceremonias cada vez más anacrónicas, propias de épocas oscurantistas y cerriles en las que dominaban la vida social.  
Uno ha visto en la pantalla los rostros llorosos de los que no han podido salir con su paso debido a la lluvia, rostros desencajados, hundidos ante la perspectiva de no poder cumplir ese ritual exhibicionista. (¿Cómo usarán los del capirote un paraguas?). Rostros que, probablemente, no se descompondrán por ninguna de las tragedias reales y universales que están a punto de engullirnos y de las que viven atolondradamente ausentes. 
Leo “Pan Negro”; me imagino muy bien esa España triste, humillada, mísera, servil, de la posguerra, acogotada por la estupidez de un catolicismo rancio y castrante.  Esta España de capirotes y procesiones hereda sus lastimosa estética de aquélla, aunque habiendo perdido gran parte de su poder.  Uno puede reírse ahora de costumbres y convenciones impuestas por personajes y doctrinas ridículas, pero es aterrador darse cuenta de la capacidad de destrucción de estos personajes patéticos, que consiguen imponer su poder, como un corsé asfixiante, durante años, por absurdo que parezca.
Si uno vuelve la vista atrás se da cuenta de que Mussolini era ridículo, así como Franco, Hitler, Bush, Hussein, Trosky, Gadafi, Ceaucescu y un gran largo etcétera de gobernantes de todos los colores, partidos y nacionalidades, que, mirados desde lejos, objetivamente, eran ridículos, ignorantes, estrambóticos, payasetes, risibles, teatrales, pero peligrosos… 
Sospecho, y espero equivocarme de parte a parte – en cuyo caso no tendría inconveniente en disculparme – , que Aznar es uno de ellos y tengo el mal presentimiento de que aún no nos hemos librado del todo de él. Cada vez que le observo, veo una marioneta, una caricatura de su propio personaje, cada vez más patético, pero con la rabia intacta en la mirada.  Aznar no ha olvidado el saludo derrotado que tuvo que mantener, apuntalándose mutuamente, con Rajoy, en la ventana de Génova y probablemente se juró a sí mismo volver algún día entre aplausos y vítores al salvador de la patria.  Me da risa y me da miedo.  Ese jersey impenitente que cuelga cuidadísimamente descuidado de su cuello, ese no-bigote, que sigue estando allí, aunque no lo esté – ese bigote era lo único que denotaba vida en su rostro cuando hablaba, sin bigote, parece un personaje al que le han puesto cera de depilar y espera a que surta efecto procurando no romperla – ese peinado digo, esa camisa, esos mocasines, todo en él conforma el tópico que tiene de sí mismo y del éxito.  Los tópicos tienen un punto de verdad,   por eso nos adherimos a ellos cuando nos conviene y cuando no, defendemos que no hay que generalizar.  Pero esa apariencia tan de derechas, tan tópicamente “pija”, tan repeinada y casual, responde al modelo que Aznar tiene de lo que quiere ser.  Todos elegimos un disfraz.  A veces el disfraz no nos sienta bien, a veces es como nuestra propia piel.  A Aznar su disfraz  le sienta como un guante.  El único inconveniente es que no le disfraza,  antes al contrario, nos permite ver sus anhelos más ocultos.  En mi opinión, a él le hubiera gustado tener la altura de Cary Grant y que los jerseys  sobre los hombros le sentaran tan elegantemente como a aquél.  Pero a falta de ser Cary Grant, se puede gobernar un país, o un partido y a falta de tener hoyuelo en la barbilla tener un no-bigote.  A falta de tener esa luz en la mirada, se puede  estar perpetuamente enfadado con el mundo, que no ha sabido reconocer la estatura real del personaje.  A falta de aquélla gracia fácil – qué le vamos a hacer, algunos nacen con estrella… – uno puede ejercer el poder en la sombra, en tanto no recupere el lugar que, a su juicio,  la historia le tenía destinado.
A falta, en fin, de ser Cary Grant, uno puede ser José María Aznar: el que puso los pies en la mesa del presidente más estúpido de la historia de Estados Unidos. 



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