La Caja

imposibilidad

 


 

Me senté en la cama después de haber repasado inconscientemente, como una rutina asumida, los ladrillos con los que la vejez paterna iban cercando el aire que me rodeaba.  C. me reemplazaba en el hospital: horas y horas vacías que intentábamos no perder, estudiando o leyendo, mientras escuchábamos la respiración dificultosa, pero tenaz, de mi indestructible progenitor.  Un pequeño sentimiento de culpabilidad me zumbaba en la conciencia pero, habiendo sucumbido al placer de quedarme el día entero en casa, sin testigos ni obligaciones, había ido dejando todo por medio, los pantalones, la camiseta, la taza del café, las migas del desayuno, los trastos del día anterior.  Cuarenta grados y la casa para mí sola.  Durante una parte de la mañana y de la tarde no tendría que hacer más que lo que me viniera en gana. Esto se había convertido en un lujo tal, que no supe muy bien qué hacer con él.  El desorden fue mi primera expresión de libertad; desnudarme y  tirarme en la cama o ir en bragas por la casa me daba una sensación ligera, casi adolescente.  Pero la juventud no cargaba con esta nube de expectativa nefasta, que se me empezaba a notar en una arruga en el entrecejo que antes no tenía. Antes era antes… Ahora había que sobrevivir a todo esto y no sucumbir en el camino.  Todo pasará…  Antes uno vivía exclusivamente para uno. El egoísmo de los veinte. ¿En qué pensaba entonces? En el vértigo de ir haciéndome el futuro, en el sexo, en el curro, en la literatura, en lo que haría de mi tiempo para no ser comida por la nada, en el importante tema de dónde saldría el dinero para el próximo pago del alquiler, en las tragedias y dramas cotidianos de los 20 y los 30. Hoy me parecían mini tragedias pero entonces ocupaban el núcleo de mi existencia y tenían una importancia gótica.

Me tumbé en la cama, encendí el móvil y probé a meterme, una vez más, en Twitter.  Irene estaba en Thailandia y seguro que publicaría sus impresiones.  Me interesaba cómo escribía esta joven mujer y también tenía buen ojo fotográfico para contar sin ser obvia sus historias privadas y públicas al mismo tiempo; aunque en el plano literario pronto estaría datada.  Ser actual es estar datado en el futuro. Sus textos eran ligeros y afilados con los que se diseccionaba las manos cada día.  Pero tenía fuerza escribiendo, tenía ese arpón que se clava en la memoria con facilidad y cabezonería, ponía los muslos encima del papel y los abría, no se censuraba: buena hija de su tiempo literario y del narcisismo exhibicionista que lo caracterizaba. Leí sus frases, sus juegos de palabras, sus confesiones. Pensé en qué podría escribir que resumiera mi vida como hacía ella con la suya.  Al fin y al cabo, yo también era un Narciso exhibicionista, sólo que algo más patético. No tanto Narciso, pero escribir en primera persona desde luego era exhibicionista y más a los 56 años. La vida no era interesante a esa edad: desde luego no para personas treinta años más jóvenes.  ¿O si?
Twitter apareció en la pantalla lleno de frases pensadísimas, ingeniosas a veces, presuntuosas otras.
Como yo…
Escribí una frase en la aplicación que había descargado en el móvil sin saber por qué; supongo que por no desligarme de la gente joven que conocía, que vivía inmersa en estas redes que me parecían más de araña que sociales. Una frase que resumiera el estado de perpleja frustración en el que vivía desde que la decrepitud ajena había pasado a ser lo que gobernaba mi tiempo.  Una frase que me conectara con los otros.  Necesitaba decir lo que nadie a mi alrededor quería oír.  “Lo que necesites”, me decían mis amigos.  Necesito un escuchante, pensaba yo.  Pero huían en el momento en que empezaba a hablar. Así que en la pequeña pantalla escribí el calor, el ventilador, la cama, la culpa, la evasión, la desesperación de mi madre encerrada en el sarcófago de su propio cuerpo y la resiliencia de mi padre.
El programa me despreció con un número en negativo que señalaba la cantidad de caracteres que sobraban -380. Probé a recortar el ventilador. -295. Borré la cama, -189. Borré la culpa, -135. Me quedé mirando lo que quedaba.  El cursor esperaba, insolente, un pensamiento conciso.  Me sentí absurda y borré todo, cerrando el portátil con una difusa sensación de vergüenza por haberlo intentado.
No, Twitter no era para mí, desde luego no en este momento de mi vida. Dormité un rato y leí el resto de la tarde, hasta que el desorden general me empezó a poner nerviosa y me levanté para reequilibrar el Feng-shui natural de mi salón.  Me llevé los platos a la cocina, recogí la ropa tirada aquí y allá, ordené las sillas alrededor de la mesa y al estirar las cortinas la vi afuera, definitivamente esperándome, pesada, polvorienta.  Se diría que sabía que mis manos iban a recorrer su contenido tarde o temprano para librarme de su incómoda presencia.
El bulto que había traído de la casa de mis padres hacía una semana, estaba todavía en la terraza. Nos habíamos repartido entre las dos hermanas algunas cajas que había que repasar carta por carta, documento por documento, recibo por recibo del año de la polca por no tirar cosas importantes.  Había hecho la criba con una, llena de fotografías, pero los documentos eran más engorrosos.  Mi padre lo guardaba absolutamente todo: cartas de gente con la que había trabajado, felicitaciones de navidad; informes profesionales; cartas de su hermano navegante; recibos de agua, luz y teléfono de más de quince años; apertura de cartillas de bancos que ya ni existían, notas, diarios de la guerra, artículos de prensa, instrucciones de cómo ser un ejecutivo de éxito.  Decidí meterle mano y me senté, resignada, en la terraza con la caja desvencijada por el peso del papel y una bolsa de basura al otro lado.
Pasar por este proceso antes de la muerte de mis padres tenía algo de obsceno e irrespetuoso, que me llenaba las manos y el ánimo del polvo de sus vidas; pero había que hacerlo, había que cambiar el sarcófago momificado por un capullo del que escapara una verdadera mariposa, una explosión de color con alas.  Vaciar la casa, reformarla, resucitarla, se había convertido en un símbolo.   La amargura de mi madre no iba a quedar pegada en sus paredes como una pátina indeleble. La casa iba a tener una segunda oportunidad; como yo. Me lo había propuesto y lo estaba consiguiendo, aunque hacerlo al mismo tiempo que ella moría, resultaba difícil y agotador,  el proceso consumía energía como si la vida nueva de la casa se fuera comiendo minuto a minuto la vida mi madre.
Pobre mujer. A estas alturas ya podía decirle ternuras. ¿Cómo estás mi amor? ¿Qué quieres bonita? ¿Te tratan bien? ¿Quieres algo, lo que sea? Hazme un gesto con las cejas o apriétame la mano si es que sí.
Jamás me las había inspirado, las ternuras, salvo contadas ocasiones en las que se veía perdida, bajaba las defensas y se apoyaba en mí para defenderla del mundo. Pero algo duro había ido royéndola con los años con una capa de herrumbre en vez de nácar. Las tarjetas de crédito eran un escudo contra todo; las cuentas abiertas por mi padre, exclusivamente a su nombre, la calmaban como un ansiolítico; las pulseras de oro, “¿Dónde están? ¡Las quiero ver!” Parecían amuletos con los que sobornar a la muerte.  Capital con el que comprar amor.  Qué basura debe uno creer que es, para depender exclusivamente del dinero para atraer a los demás…
Una pobre mujer, me repetía ahora, mirando alguna foto doblada entre sobre y sobre.  Hasta el último momento de su existencia consciente, había conseguido ser infeliz; porque la infelicidad había sido su estado natural, su vocación.  Ironías del destino, ahora que no podía hablarnos, le preguntaba a veces si le gustaba la comida de la Residencia, que antes despreciaba con un “¡Ni a un pobre se le da eso!” (delante de los demás residentes)  y alzaba las cejas asintiendo con la cabeza, apreciando por fin, desde el infierno, cualquier placer, por mínimo que fuera.
¿Qué la había convertido en esta mujer amarga? No ésta, que estaba indefensa, sujeta a un colchón antiescaras sin apenas reaccionar a estímulo ninguno. Ésta ya, era un ser desvalido y doliente al que su hija le acariciaba la mejilla todavía tersa.  No ésta, sino la que había sido hasta hace nada. ¿Por qué la había querido y mimado mi padre si lo único que había recibido a cambio era un desprecio ácido y permanente?  Desde que yo tenía memoria, esto había sido así.  De hecho mi madre me había dicho cuando decidí dejar a uno de mis amantes,  “Te va a pasar como a mí: te quedarás con un hombre aburrido el resto de tu vida”.  “Eso quisieras”, le contesté en voz baja.  Y eso quería.  Si ella había elegido mal: ¿Por qué íbamos a ser felices sus hijas? ¿Con qué derecho?
Hizo lo mismo cuando mi padre le habló de las metástasis.  Habíamos ido comentando en el coche con él la posibilidad de decirle la verdad a mi madre o no decírsela. Mi padre y yo, pensábamos que tenía derecho a saberlo pero mi hermana, que nos esperaba en el hospital, no creía que fuera conveniente.  “Lo hablaremos entre nosotros cuando lleguemos ¿te parece, papá?”.  Contestó con un gesto; supuse que lo había oído – tan sordo estaba que las frases que entendía a veces parecían  cadáveres exquisitos – .
La situación que se dio en el hospital pareció sacada de una escena de Almodóvar.  En el escaso intervalo de tiempo que le llevó a Carlos aparcar el coche, mi padre se apresuró a llegar a la habitación, situarse frente a su mujer, haciendo rodar él mismo su silla de ruedas y espetarle a bocajarro “Tienes metástasis en el cerebro, en los pulmones, en la costilla y en el útero, no hay solución y no tienes ninguna esperanza”. A mi hermana se le abrió la boca como la puerta de una carroza de cuento, de donde saliera por un automatismo una alfombra roja hasta palacio. No daba crédito a sus oídos y yo tampoco.  Habíamos quedado en hablarlo antes entre todos. Pero algo perverso, inconsciente y también hipócrita, impulsaba como un motor a mi padre  quien, después de este tierno y delicado discurso, se echó a llorar sin una lágrima por su “pequeña mujercita”, como él decía.
Lo que siguió después fue aún más surrealista y quedará en los anales del comportamiento antimaterno en mi memoria.  Mi madre, al principio no entendió la noticia, porque no oía, mi padre resumió la sentencia aún más alto: “TIENES METÁSTASIS Y TE VAS A MORIR!”.
La palabra caló por fin en su cerebro y con una expresión de indignación sin límites, mi madre se volvió hacia mi – que había sufrido, igual que ella, un cáncer de mama hacía tres años – y me escupió “Así que yo tengo metástasis…¿y tu no?”.  Y empezó a incluirme sin darse cuenta en su desquiciado discurso; si ella iba a morir, yo también; si a ella le habían detectado metástasis, a mí sin duda me saldrían también.  Todos se asustaron, como si la miseria espiritual fuese contagiosa.  Yo me reí internamente.  Su mezquindad me hacía ser cruel como defensa.  Y cuando me dijo, “¿Entonces no tenemos solución?” Le respondí: “No mamá: aquí la única que te vas a morir, de momento, eres tu”. Duro ¿verdad? Sí, duro Sandra. Durísimo de decir.  Pero yo quería vivir y ningún lazo que intentara tirarme al cuello me iba a entrar por la cabeza. Los rechazaba cada vez con un manotazo más violento.
Moriría feliz por muchos motivos: por rebelión ante la injusticia, por coherencia, por muchos seres a los que quiero y por unos cuantos gigantes a los que admiro.  Pero no por mi madre.
Pensaba en todo este episodio mientras iba sacando de la caja lo que yo consideraba basura y mis padres habían guardado religiosamente.  Bueno, en realidad la caja era de mi padre, de sus cajones, de sus armarios.  Él había sabido atravesar la vida haciéndose querer por todos, menos por su mujer y guardaba las pruebas en una carpeta que contenía toda su autoestima.  Encontré informes que premiaban su organización de una base militar como la mejor de Europa, cartas de sus subalternos llenas de agradecimiento y cariño, felicitaciones de cumpleaños, los dibujos que una niña pequeña de su congregación le hacía mientras se aburría sin escapatoria en las reuniones (mi padre era y es Testigo de Jehová…) porque le quería como a un abuelo adoptado (“Te quiere porque le das monedas de chocolate” le decía mi madre “Ninguna niña quiere a un anciano porque sí”).  Pero mi padre guardaba cada hojita como un tesoro a la misma altura que las condecoraciones militares.  Conservé todo esto y me dispuse a tirar papeles de bancos y basuras, cuando reconocí la letra de mi madre.
No voy a negar que soy el tipo de persona que abriría cualquier diario que cayera en mis manos. Soy curiosa. Cotilla no, porque sólo me decanto por saber de los que me interesan como personajes, como hombres o mujeres con cuartos interiores.  No quiero saber si el vecino del quinto se lía con la hija de su jefe o no.  Esto era diferente.  Era mi madre.
Obviamente cogí las tres cartas y las abrí, una por una, esperando descubrir aún más facetas de su prepotencia y egoísmo. Eran cartas escritas cuando yo tenía ocho años y el matrimonio de mis padres catorce. Catorce años juntos…
Las leí por supuesto y a medida que mi vista iba desnudando la carta sin permiso,  fue rejuveneciendo el espectro que vegetaba en la habitación de la Residencia.  La voz era la de una mujer que jamás había conocido, una mujer joven, enamorada, después de catorce años en pareja, que escribía con el lenguaje aniñado del que se sabe seguro hablando a su amante, del que no puede esperar más porque le duele el cuerpo de ausencia y de deseo. Diminutivos cariñosos, urgencias sexuales, anhelos, celos, dulcerías; lo que todos hemos hecho alguna vez, intentar tocar al otro con palabras, traerlo hacia nosotros con un hilo de tinta, sacarlo del laberinto con palabras para amarlo una vez más, para atarlo levemente y para siempre a nosotros.  Eso encontré. Me quedé atónita. Jamás había oído ese deseo, ese amor entre mis padres.  Y es obvio que mi padre había conservado las cartas tantos tiempo, para cerciorarse cuarenta años después que un día fueron escritas y pensadas.
Las volví a meter, con infinito cuidado, en sus sobres de papel Manila. Las planché con la mano y al día siguiente, compré una caja especial, color rosa pálido, para guardarlas en ella junto con los dibujos de la niña de seis años.
Al día siguiente volví a la habitación de la Residencia en donde mi madre chascaba los dientes sin parar.  Le cogí la mano y le peiné el pelo con los dedos.
¿Qué pasó, mamá? Le pregunté.
Ya no me oía.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. i dice:

    Gracias.Por escribir ésto, y por hacerme parte de ese día.

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