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El cartero se subió una vez más a la moto para seguir hasta el siguiente portal. Había aprendido que dejando el asiento de polipiel en vertical, no se calentaba tanto como antes, cuando lo dejaba en horizontal y el plástico negro, como una plancha al rojo, le solía quemar los testículos haciéndole el trabajo aún más fatigoso. Los cuarenta grados que le aplastaban cada día, le hacían sentirse como un insecto hacendoso que fuera libando de casa en casa el frescor de los portales. Pero un insecto apresurado, cada vez más estresado, cada vez más insecto.
El trabajo le parecía una ratonera, un callejón sin salida, una rueda como la del hámster blanco de su amiga Carmen, en la que sin saber cómo, había terminado por enredarse su vida en una repetición sin fin. Una repetición por la que tenía, encima, que dar gracias; tantos amigos sin curro o cobrando 400 euros al mes, por jornadas de ocho horas de trabajo; gente con hijos e hipoteca que pagar. Cada día volvía vencido a su casa después de haber sudado hasta el alma el uniforme. Y cada noche preparaba de nuevo la ropa, reconociendo la derrota una vez más, preguntándose si podría aguantar otra semana así, otro año, otra vida, la que sentía se le escapaba sin ruido.
El ambiente servil en la sucursal, en donde el jefe alimentaba enfrentamientos, cargando de trabajo a los rebeldes, haciendo la vida fácil a los lameculos, codeándose de “coleguitas” con los inspectores, dividiendo la oficina en aliados o enemigos, en donde nadie podía disentir sin pagar por ello, todo esto, en fin, le había desvelado hasta qué punto una sóla persona podía convertir la vida diaria en un infierno, o al menos, en un purgatorio.
Hubo otro tiempo en que casi le había gustado su trabajo, cuando a los veintipocos años había aprobado la oposición y había cambiado de ciudad para venirse a la capital a estrenar vida. El contacto con la gente le gustaba, se le daba bien. Era un hombre alegre, desinhibido, poco convencional y tremendamente divertido.
Había empezado trabajando con gente de su edad, saliendo después a tomarse unas cañas, ligando, yendo en grupo al cine de verano del Paseo de la Florida. La vida parecía fácil; los compañeros, amigos; los jefes, magnánimos. Repartía su sección, descubría la ciudad, los portales señoriales del Madrid próximo al Retiro, hablaba con la gente, escuchaba la historia de cada puta de la Plaza de los cines Luna y hasta se lo había pensado, cuando una le propuso trabajar con ella, para ampliar la oferta a sus clientes.
Se metía en las cocinas de las abuelas y robaba rosquillas o croquetas a la hora de comer, bajo la mirada encantada de la anciana de turno, a la que nadie más hacía carantoñas. La portera del Paseo de la Habana jamás olvidaría la vez en que había entrado en el portal y se había encontrado con ella y con la Sra. Carvajal, la del piso de 300 metros y guardias de seguridad en la entrada, dándole instrucciones tajantes, como de costumbre; se había vuelto hacia ésta y le había soltado mirándole el abrigo de zorros:
“Perdón: ¿Es usted la portera?”
¡Le habría matado y le habría comido a besos en el mismo momento! Más bien lo segundo que lo primero. Le esperaban. Para muchos su llegada era el momento más luminoso de su día. Cada portal, cada piso, cada buzón, escondía una historia y un personaje.
Como el vasco, al que llamaban El Ruso, que había vivido la Segunda Guerra en el país del “General Invierno” y le contaba cómo lo habían pasado en Estalingrado, el infierno hecho tierra; el olor nauseabundo de los cadáveres humanos y animales mezclándose en un aroma infecto, al que acabaron por acostumbrarse. Le contaba las feroces luchas entre los civiles, como si fueran lobos, por casi cualquier cosa que pudieran llevarse a la boca, incluidos perros y ratas. Le hablaba de los botes de carne podrida que comía con el resto de los soldados (cuando comían) y cómo un día, tras la explosión de un obús, habían llovido, como un maná insólito, sobre sus atónitas miradas, todo tipo de alimentos destinados a los mandos superiores.
O los personajes del mundo de la prostitución de la calle Valverde; como Rita, que apenas sabía hablar sin cecear y a la que él intentaba corregir todos los días.
“El…”
“Er…”,
“Sol…”,
“¡Zó…! ¡No puedo!. Pero yo no zoy tonta y a mi me quiere mucha gente…”
“Diga usted que sí, Rita”
“¡Ademá de verdad!” respondía ella.
Él la miraba irse con alguno mientras embuzonaba y le preguntaba con sorna “¿Adónde va con ese señor, Rita?” y ella sonreía picarona y se retiraba orgullosa, con aires de paloma vieja, a su mísero agujero, con el abuelo siguiendo las tetas prietas en camiseta de redecilla, como un perrillo faldero. Y era verdad: la querían. Recibía giros a menudo. Los hombres volvían.
Claro que, también estaba la argentina, que le decía que estaba haciendo una tesis sobre la estupidez de los españoles o la señora del bloque 16 de la nueva sección, que salía siempre protestando porque no le llegaban las cartas. Un día decidió enfrentarla y con su voz más masculina le había dicho “¿Pero, qué se ha hecho usted hoy? ¡Está usted guapísima!” Ella se había parado en seco, se había arreglado el pelo con la mano y algo desconcertada le había respondido “Pues no me he hecho nada…” con una sonrisa entregada y olvidándose por completo de las cartas que, por supuesto, no recibiría en mucho tiempo, tal como estaban las cosas en Correos. A partir de ese día le saludaba, iluminada, cada vez que le veía pasar: “¡Adiós Cartero!”.
De todo; se encontraba uno de todo.
Tras el trabajo, había recorrido de arriba a abajo la ciudad, sintiendo a la vez el vértigo y el peso de la libertad. A menudo terminaba en locales de los que se escapaban ritmos celtas que le atraían como imanes sonoros y había participado de las jam-sessions espontáneas que se organizaban, tocando lo que fuera, con un sentido del ritmo innato, soñando con ser músico, pintor, actor o acróbata, cualquier cosa que le permitiera recorrer descalzo el mundo. Y sí, a veces hasta se quitaba los zapatos y recorría el Paseo del Prado así, tocando la tierra con las plantas de los pies, en un anticipo de lo que sería su vida vagabunda. La rutina diaria aún no era rutina. El trabajo era una actividad humana, hasta gratificante en cierta medida.
“Nada que ver” pensó mientras volvía a levantar el sillín y llamaba por tercera vez al portal de la calle Santa Rosa, en lo alto de lo que un día había sido colina. El casco se le pegaba a la cabeza y si tardaba más de dos portales en quitárselo, los goterones de sudor le escurrirían por la frente cayendo sobre los sobres o los certificados emborronando las tintas irremediablemente.
Un edificio de cinco pisos y nadie respondía. “Como no abran, me voy” se dijo. No había tiempo que perder. Correos había decidido economizar y pasarse la calidad del servicio por la entrepierna, así que cada cartero llevaba cinco secciones en lugar de una, había que correr, repartir a toda hostia y nunca se llegaba a terminar nada. Cada segundo las cartas de bancos, seguros y publicidades se multiplicaban exponencialmente y aunque terminara agotado cada día, su mesa siempre tenía más de lo que humanamente era posible repartir. Las cosas habían cambiado mucho.
Se quitó el casco y comprobó una vez más que olía mal. La cabeza sudada agradeció el aire. Pero tenía que quitárselo y ponérselo cada vez. La semana pasada un policía apostado en una calle del barrio, le había puesto una multa a un compañero por no llevarlo. Cien euros por ir de un portal al otro sin casco, a 40ºC de solarra madrileña, hijo de puta… Encima era Armando, al que dos días antes había prestado dinero porque no llegaba a fin de mes: “Si puedes, sin compromiso…” . Tenía dos niños; se lo había prestado.
Uno, dos, tres, cuatro…
¿Dígame? respondió una voz
Cartero.
¿Cartero de qué?
¿Cómo de qué? ¡Cartero de Correos, de qué va a ser!!
Le abrieron por fin y entró a la frescura del portal. “Aire” pensó mientras subía los escalones que llevaban a los buzones de nombres sin rostro. Damián Ortega, tercero C, Helena Cifuentes primero A, Betsy Gordon, bajo 1…
Embuzonaba despacio, aún no conocía bien los nombres de esta sección. Había pedido otra y le hubiera correspondido por antigüedad, pero el jefe la había reservado para su hijo (paquetería, coche, aire acondicionado) y con una palmadita en el hombro le había dicho: “Así te puedes ir a desayunar a tu casa”. Y sin protestar – no servía para nada – aceptó el cambio.
Un sonido inesperado le hizo volverse hacia la puerta de cristal. Algo se movía por algún sitio. Paró de repartir y escaneó el portal con la mirada. El sonido paró. Se quedó unos segundos quieto, escuchando. Nada. Volvió a sus cartas. Alejandra Armenteros, cuarto D.., Esta vez lo oyó claramente, una especie de aletear sordo. Se asomó por la única que ventana que había en el portal y lo vio, aturdido, en el bordillo de fuera. Era un pájaro pequeño que probablemente se había estrellado contra el cristal.
“Tranquilo, no tengas miedo” susurró dejando inmediatamente todos los sobres en el suelo. Abrió despacio la ventana y se acercó al pájaro por detrás, haciendo con sus manos un abrigo con el que lo tomó delicadamente, murmurándole dulzuras. No sabía mucho de pájaros. Su mujer y él habían rescatado en muchas ocasiones perros, pero pocos pájaros. Este parecía un vencejo.
Se decía que los vencejos no podían volver a volar si, por cualquier causa, caían al suelo. Su mujer, a la que le gustaban particularmente estos animales, le había leído alguna vez que vivían nueve meses seguidos del año volando; comían, dormían y copulaban en el aire y hacían sus nidos en zonas altas desde las que los polluelos se lanzaban al vacío sin aprendizaje previo, como si volar fuera un comportamiento genético. Pero si caían, era como si la capacidad de volar fuera un sueño del cual se despertaran súbitamente y al cual no podían regresar sin ayuda externa.
Sintió cierto paralelismo con el pájaro; no con su vida aérea, sino con su accidente. Él también sentía que, de alguna manera, había caído en un cemento chato, en una desoladora rutina, de la cual intentaba fugarse estudiando cursos de terapias alternativas, aprendiendo francés y soñando con ser otro que el que era, en otro país, con otro traje. No es que fuera infeliz, ni tampoco feliz. Simplemente parte de su vida le aplanaba, le clavaba al suelo, le hacía sentirse realmente “funcionario”. Siempre había odiado la palabra, aunque en el fondo de su alma sabía que la seguridad del trabajo le había atrapado como una trampa magníficamente disimulada. Sabía que si no hubiera sido porque le habían instado a hacer oposiciones (y se había dejado convencer) habría podido vivir de mil maneras diferentes, sólo le hubiera hecho falta una dulce patada familiar para haberse largado y haber recorrido el mundo haciendo artesanía, tocando en la calle por unos euros, ayudando a cualquiera a recoger mesas, conduciendo camionetas a cambio de cama y comida, pintando retratos por la voluntad, haciendo malabares en los semáforos o mimo en Preciados. Podría hacer todo eso y más y llevarse al mundo de calle con su sonrisa.
Notó el corazón a través del plumaje latiendo como una pequeña locomotora. Con el dedo le acarició la cabeza. El pájaro despedía calor, o tal vez eran sus propias manos: su cuerpo era un radiador perpetumente encendido. En verano su mujer se apartaba de él en la cama, sobre todo cuando le daban los sofocos y retiraba de un manotazo toda la ropa para refrescarse el cuerpo, que experimentaba una combustión interna cada hora.
Era nueve años mayor que él.
Sí, habían sido una pareja poco convencional y lo seguían siendo. Al principio, para ella, su pareja había sido también un desafío, una provocación: se casaba, a los 39 años, con un hombre más joven que ella, que se subía a los árboles para entrar en su casa por el balcón. ¿Y por qué no iba a casarse con alguien más joven? ¿No era acaso algo común y corriente en la otra dirección?
El hombre merecía la pena en todos los sentidos: tenía una cara alargada, de altos pómulos y mandíbula cuadrada, ojos grandes y nariz delgada, que se asomaba un poco más de la cuenta a unos labios con eterna vocación de sonrisa etrusca. El pelo negro le caía en curvas pequeñas por los hombros dándole un aire bohemio y su cuerpo le gustaba tanto que el día que le hizo fotos desnudo, paró la sesión para que él notara la humedad que se le escapaba entre las piernas como una miel involuntaria. Era un príncipe blanco y proletario. Se reían constantemente, hacían el amor en todas partes: en la cocina, en el pasillo, en la habitación de su compañera, en la escalera, en el balcón, en la fiesta de un amigo, en el laboratorio de fotografía, en cualquier superficie que se prestara y además, hablaban, se escuchaban, se dibujaban, compartían un lenguaje poético, un amor por la imagen y la palabra y un amplio y ecléctico sentido del humor. ¿Qué más podía pedir?
Ella acababa de salir de una relación con un adolescente argentino que rondaba la cincuentena y que se angustiaba por cualquier cosa en la vida que no le diese “buena onda”, incluido el grito de dolor con el que le había llamado, el día en que habían alquilado una moto durante su visita a una playa de Colonia y a ella se le había resbalado el pie al ponerla en marcha. Sin saber cómo, se había encontrado con la pierna incrustada hasta el hueso en una palanca de metal y naturalmente, había gritado el nombre del hombre con el que se acostaba cada noche. Después de coserle la herida y volver al hotel, el argentino se había sentido asfixiado por la situación y habían salido a pasear penosamente para que él se relajara. Durante el paseo, le había confesado que haber gritado su nombre pidiendo ayuda en ese momento, le había producido mucha angustia, se había sentido muy “reclamado” (o algún otro adjetivo pseudo-psicológico como ése). La herida, por supuesto, empezó a sangrar y la sangre a traspasar el vendaje. Volvieron al hotel y un hora después tomaron el ferry de vuelta a Buenos Aires. Una vez en casa, él había decidido desangustiarse tomándose una cerveza con un amigo y no había vuelto hasta la media noche.
Ella se había quedado en el apartamento, sola, perpleja, había buscado algo para cenar y no había encontrado nada en el desvencijado frigorífico que a veces funcionaba y a veces no. Decidió cruzar despacio la carretera para ir a comprar un par de empanadas. Buenos Aires la ignoraba en su magnitud brutal. Los coches circulaban indiferentes a sus esfuerzos por andar con una pierna recién cosida. Se sintió total y absolutamente vulnerable y vulnerada. Al volver, miró su herida abierta y pensó en que nunca se había imaginado que iba a ser tratada así. Comprendió cómo se bajan los peldaños de la autoestima, sin darse apenas cuenta. Comprendió cómo tantas mujeres con menos fuerza que ella, descendían a patadas y moratones, físicos o psicológicos, la cuesta de su propia vida hasta quedar hechas un felpudo y decidió coser la herida física y psicológica de una vez por todas.
De vuelta en Madrid, había alargado la relación en la distancia, hasta que un día lloró todo lo que le quedaba por llorar de esta absurda pérdida de tiempo. A la mañana siguiente cogió el colchón de una sola plaza, lo tiró en el contenedor más cercano y se fue a comprar uno de dos. Siete días después conoció al que sería su verdadero compañero.
Habían hecho una pareja hermosa, disfrazados, el día de su boda, de Mozart y Escarlata O’hara, para el asombro de todos y el regocijo de ambos. Se habían divertido mucho. La vida tenía que ser así: divertida, inesperada, juguetona, irreverente.
Ahora, pasados los años, le estaba resultando duro envejecer antes que él, soportar las miradas de duda, ¿será su hermana mayor, su tía? que creía adivinar en los demás. Para rematarlo, él envejecía muy poco, seguía teniendo una cara joven, tan solo en los últimos tiempos había empezado a asomar a su pelo esa falta de color, ese gris cansado que a los hombres les hace más interesantes y a las mujeres de complexión latina, más viejas (a las alemanas y holandesas le quedaba de miedo).
Lo cierto es que él sabía que su mujer se alegraba viéndole envejecer, porque el tiempo iba acercando imperceptiblemente sus edades. Hacía 18 años le había dicho “Me encantará verte algún día con canas ” y sí, estaba empezando a vérselas por fin. El, también se las miraba en el espejo, alucinado, sin explicarse cómo o cuándo habían surgido en su cabeza.
El vencejo se iba calmando con el roce de la caricia. “Ya te voy a devolver al aire. Es cuestión de encontrar un sitio suficientemente alto”. El pájaro le sentía poderoso. Su vida estaba en manos de este ser que podía retorcerle el cuello sin apenas esfuerzo o devolverle la libertad como quien suelta un globo.
El cartero buscó un apoyo alto desde donde liberar a su protegido. En la calle no vio nada que le sirviese, así que decidió subirse al alféizar de la misma ventana donde lo había encontrado. Rodeó el edificio por fuera y se subió acercando una maceta grande con el pie, al marco de cemento y baldosa. Una vez arriba, se giró con cuidado para no caerse y con la espalda contra el cristal, con un empujón de brazos, lo lanzó al aire.
El pájaro voló sin darse vuelta, sin un segundo de duda, sin pensar un instante en lo que podía haber sido el final de su vida. Voló borracho de libertad, no dando crédito a su suerte, nadando el aire como un delfín aéreo. El hombre lo miró volar unos segundos, miró después el barrio que se extendía como una alfombra a sus pies y pensó por un momento en saltar también, en abrir los brazos y saltar. Extendió los brazos y movió los dedos separándolos como si fueran plumas, sintiendo el aire . La altura era patéticamente pequeña.
“Ni volar, ni matarme…” pensó con sorna.
Un vecino subía la cuesta y lo miró perplejo, pero conocía a su cartero; nada le extrañaba de lo que pudiera hacer y siguió su camino, pensando en la cantidad de locos que daba el pueblo.
Bajó con cuidado del alféizar y volvió al portal. Eran casi las dos de la tarde; su mujer le esperaba. Terminó de repartir y se volvió a la oficina para recoger sus cosas rumiando el episodio.
“Yo te daré el impulso”, solía decir ella, “Cuando llegue el momento, nos iremos a Francia, tendremos una casa con huerta, en un pueblo de cuento. Dejarás Correos y viviremos del arte y de los turistas que quieran comprarlo; trabajarás la tierra con las manos y comerás lo que cultives tú mismo, como Pierre Rabí. Lo haremos, no te quepa duda, sólo hay que esperar el momento oportuno”.
Hoy su mujer habría preparado pasta, probablemente. Se habría pasado la mañana escribiendo y en los últimos veinte minutos antes de que él volviera del trabajo, habría arreglado todo y cocinado.
Solía perfumar el salón, después de ordenarlo, con incienso de madera de aloe, para que al entrar en casa, el exótico olor le alegrara a su marido el alma. Últimamente le había dado por escribir relatos: de hecho, estaba escribiendo uno sobre él.
¿Qué interés podía tener su vida? pensó, mientras abría la puerta del apartamento y recibía el olor dulce que le calmaba como un bálsamo.
¿Qué tal cariño? le recibió ella sonriendo. ¿Qué tal tu día?
Me ha encantado. Sabiamente trazada, la inesperada elipse final nos implica y colma de comprensión y ternura.
¿Te lo he dicho alguna vez?… ¡Qué bien escribes!
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Muy hermoso Sandra. Tu escribir es exquisito, elegante. Me encanta como desde la sencillez de la cotidianidad se abre un portal a la intimidad.
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Gracias Loam y gracias María. Por un error de corta y pega faltaba una hoja entera. Nadie ha notado el corte brusco, tal vez no sea necesaria…Pero gracias por leer.
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Lo he vuelto a leer. Me parece muy bueno, y de alguna manera conectado a tus imágenes, en las que siempre había una posibilidad en el aire, y un toque de melancolía.
Siempre me han gustado tus textos, antes los que escribías sobre algún tema que te enervaba o sublevaba, ahora estos relatos de vidas conocidas o anónimas hiladas unas con otras de una manera aparentemente natural . Haciendo lo difícil parecer fácil . ¡Escribes muy bien hermana!
otra faceta más de la artista polifacética que eres. Rica en curiosidad y sobrada de creatividad.
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